CAPÍTULO 9

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Me ha explicado algunas cosas a las que no he sabido responder. Que la primera vez que me vio a las puertas de su casa sintió algo extraño, como un hormigueo que le revoloteara el estómago. Que no ha podido dejar de pensar en mí desde ese instante, aunque es incapaz de decir si de una manera romántica, o erótica, o simplemente curiosa. Que aquella misma noche se masturbó imaginando mi boca. Y, por supuesto, que ha organizado todo esto, el falso viaje para competir en una carrera inexistente con los amigos que lo ignoran, para poder echarme un polvo. Él lanzó la idea de que «el vecino de arriba quizá quiera apuntarse» para que Yerin la recogiera y comentase.
Yo he sido más parco en sentimientos porque necesito protegerme. Le he dicho que me gustó en cuanto lo miré, pero que eso no es un mérito, porque él solo tendría que chasquear los dedos para tener entre sus brazos a quien quisiera. Él se ha reído y me ha mordido el hombro. También le he confesado la turbación que me produce el estar haciendo algo reprobable.
—Dejemos eso este fin de semana. Disfrutemos del aquí y el ahora.

Nos hemos duchado juntos y me ha pedido que se la vuelva a chupar.
Me gusta la forma desenfadada y directa de decir lo que le apetece, y no ha tenido que insistirme.
Mientras el agua cae por mi espalda me he puesto de rodillas y he disfrutado del placer de que alcance su tamaño ya dentro de mi boca. Desde el estado relajado tras el sexo, hasta el milagro que provocan mis labios cuando lo abarcan, y mi lengua cuando lo recorren.
Esta vez me he apartado antes de que eyacule, masturbándolo para terminar.
JiMin se ha encogido sobre sí mismo, con los ojos cerrados, y ha lanzado un gemido maravilloso. Y entonces ha salido el primer cañonazo que ha impactado en mis mejillas, sobre mis párpados. Un caño abundante de leche caliente, espesa, que he recogido con la lengua. Y un segundo, y un tercero. Hasta que mi rostro está empapado de semen.
—¿A qué sabe? —me pregunta cuando ha terminado.
Me pongo de pie y comienzo a masturbarme, porque no me puedo quedar así.
—Pruébalo —lo reto.
Él me mira con curiosidad, quizá un tanto escandalizado, y llego a la conclusión de que no lo va a hacer. Es demasiado macho como para meterse un nabo en la boca. Partirme el culo, sí. Hacerme una mamada, no.
Pero me equivoco. Porque me sonríe y se pone de rodillas.
—Sabes que es la primera vez que voy a hacer esto y que no se lo haría a nadie que no fueras tú, ¿verdad?
No sé si es verdad o mentira, pero cuando se la mete en la boca, con torpeza, cuando da la primera arcada, cuando abarca con la lengua el peso de mis huevos, no solo estallo de placer, sino que una enorme ternura hacia él me inunda.
Me corro en su boca, sujetándole la cabeza como él me ha hecho a mí, para que ni una gota escape de sus labios. Tengo un buen rabo. No como el suyo, por supuesto, pero un nabo gordo y generoso, de carne, que se vuelve suculento cuando me excito.
Solo lo dejo escapar cuando empieza a querer toser, y tiene que apoyarse en la pared de azulejos para recuperar la respiración.
—Sabe bien —me dice, con las lágrimas saltadas.
—El tuyo también.
Reímos y nos duchamos abrazados.

El sexo nos ha abierto el apetito y nos lanzamos a la calle, hambrientos. Está lloviendo y nos juntamos mucho para cubrirnos con el paraguas. Me doy cuenta de que ni con JungKook siento esta intimidad, esta comunión, la sensación de que todo encaja, como esa pieza perdida del puzzle que de repente encuentras.
Hay un pequeño restaurante en una esquina, de estilo francés y con una carta que nos podemos permitir. A esta hora hay pocos comensales y nos dan una mesa apartada, cubierta por un mantel blanco y con una vela encajada en una vieja botella de vino.
Charlamos de todo, con una fluidez que me es extraña, mientras devoramos una quiche y una carne empapada en salsa.
—Creo que has superado la marca de tu amigo —le digo con humor y picardía en algún momento—. Te han hecho más de una mamada, tú se la has comido a un tío, y has partido un culo. Seguro que tienes el premio entre tus amigos hetero.
Él sonríe, canalla y cómplice, sin sentirse ofendido.
—Y me han gustado las tres.
Se incorpora en la silla y me besa. Al volver a sentarse noto que mira a ambos lados, por si alguien lo hubiera visto. Todo esto es una locura. Este tío es un heterocurioso que me dará una patada en cuanto volvamos a casa y haya satisfecho sus ganas de probar. Y yo me quedaré colgado por él, enganchado al macho que es mi vecino de abajo, al tipo casado, para el que solo soy una curiosidad pasajera.
—Aunque lo hayamos hablado —atino a decir—. Lo del aquí y ahora, tengo que advertirte... me engancho muy rápido, JiMin. Y me gustas mucho, demasiado. Me preocupa que no sepa manejar esto.
Él se encoge de hombros y rebaña con pan la salsa de mi plato.
—Estoy de acuerdo en que esto puede ser un problema, pero no soy capaz de controlarlo. Si no este fin de semana, dentro de un mes, o de un año. Pero estoy seguro de que en algún momento te hubiera encontrado a solas y hubiera pasado esto.
Sonrío. Es halagador, pero poco realista.
—O nos hubiéramos olvidado el uno del otro —le expongo—. Eso también sucede.
Se detiene, me mira y me toma una mano. Sus dedos son largos y gruesos, surcados de venas, robustos, deliciosos.
—Me conozco, YoonGi —me dice con cautela—, y sé que esto no se pasa así como así.
Me exaspero y aparto mi mano.
—¿De qué estamos hablando? ¿De sexo, de..?
—¿Para qué sirven las etiquetas? —Él no parece alterarse—. Hablamos de cómo te deseo y de cómo he visto que tú me deseas a mí.
—Pero mañana volveremos a la realidad.
—Y mañana decidiremos qué hacer.
—Ese «qué hacer» solo tiene un camino: seguir siendo buenos vecinos.
Él se recuesta contra la silla. Veo la contradicción en sus ojos. La misma que él verá en los míos.
—Olvídate del mañana —insiste—. Disfrutemos de esto. Si no lo vamos a tener nunca más, al menos hagamos que el recuerdo sea imborrable.
Su teléfono empieza a sonar. Antes de que lo coja me da tiempo a leer Amor en la pantalla. Es Yerin, su mujer.
—¿Te importa si salgo un momento?
Le digo que lo atienda con una sonrisa que quiere decir «¿Ves como esto no ha debido ni siquiera empezar?».

Veo cómo sale del restaurante. Aún llueve. Cruza la calle para resguardarse bajo el alerón del edificio de enfrente. Por el ventanal lo miro sonreír, gesticular. Parece feliz.
Cojo mi móvil y marco el número. La voz de JungKook suena cuando estoy a punto de colgar.
—¿Sucede algo? —parece soliviantado.
—No, solo quería oírte.
De fondo me parece escuchar una voz aguda que lo llama.
—Me ha extrañado —insiste—. ¿Seguro que no ha pasado nada? ¿Te lo estás pasando bien con los chicos?
Esa pregunta encierra una respuesta que es una verdad y a la vez una mentira.
—Mejor que nunca.
Hay un silencio incómodo entre los dos. El que siempre existe entre JungKook y yo.
—Te dejo —me dice—. Me llama el jefe. El viejo cascarrabias.
Cuando cuelgo he tomado una decisión, y pienso llevarla a cabo.

Mi vecino de abajo | Adaptación Jimsu.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora