CAPÍTULO 1

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Solo hay una cosa peor que una guardia de fin de semana en el hospital: tener que ser amable con los nuevos vecinos.
Mis objetivos en este momento son llegar a casa, quitarme la ropa, y comerme una polla, presumiblemente la de mi novio, y cualquier circunstancia que me aparte de eso es reprobable.
Cuando veo el camión de la mudanza aparcado en la puerta del edificio y las cajas de cartón apiladas en hilera sé que solo hay una posibilidad: ya está alquilado el piso de abajo y en breve tendré que andar descalzo para que no me acusen de hacer ruido a las horas intempestivas en que me levanto para trabajar.
Lo esquivo de mal humor y accedo al zaguán. Son las ocho de la mañana y acabo de salir de un turno de doce horas. ¿Es que la gente no hace las mudanzas en horarios decentes?
Más cajas ordenadas contra las paredes y el ascensor con el piloto encendido. Me va a tocar subir a pie hasta el cuarto, lo que no logra que mi humor mejore.
Miro alrededor. Si al menos el personal que hace la mudanza tuviera un polvazo, a lo mejor podría flirtear un rato antes de meterme en la cama calentito, pero no. Se trata de dos señores de edad próxima a la jubilación, evidente adicción a la cerveza, y una nada seductora exposición de la raja del culo a través de los pantalones medio bajados.
—Va a tener que subir a pie —me aclara uno de ellos lo evidente—. Hay que subir todo esto antes del mediodía.
No contesto. Esbozo una sonrisa que significa «me cago en tus muelas», y empiezo el ascenso por las escaleras.
Las noches de fin de semana en Urgencias están repletas de intoxicaciones etílicas, fracturas de moto y ancianos que sus hijos dejan en Observación para irse tranquilos de fin de semana, lo que no ayuda mucho a mejorar mi humor. Si a eso sumamos que mi supervisor es un hijo de puta y que las cosas entre JungKook y yo, el mismo al que pretendo comerle la polla en unos minutos, no terminan de ir bien, tenemos el premio gordo para que lo último que me apetezca sea tener que dar la bienvenida a los nuevos vecinos.
Cuando paso por el tercero, la puerta del piso está abierta y hay varias cajas taponando el descansillo. Intento no hacer ruido, y esquivo sigilosamente dos bultos. Cuando voy a subir el último tramo de escalera, el que me llevará a mi casa, mi cama y mi merecida mamada, una voz femenina me detiene.
—Estamos haciendo demasiado ruido y es muy temprano, ¿verdad?
Me han pillado. Me han pillado y solo puedo ser amable, porque empezar con el pie izquierdo con el vecino de abajo puede convertirse en una pesadilla.
Ensayo una sonrisa, y cuando me doy la vuelta para encararla soy la viva imagen de la cordialidad.
—Que levante la mano quien no se ha mudado como ha podido.
Quien me mira entre preocupada y curiosa es una chica de mi edad, cercana a los treinta, y bastante bonita. Viste un peto que le queda grande sobre una camiseta que también. El cabello oscuro, largo y rizado, prende de una goma en la coronilla, formando un gracioso pompón. Tiene una expresión que la hace simpática al instante, a pesar de mi mal humor.

—Era la única hora que nos daban los de la mudanza —me explica—. Dedicaré la tarde a pedirles disculpas a los vecinos.
—Pues conmigo no tienes que hacerlo. —Le tiendo la mano—. Soy YoonGi y vivo justo encima.
Ella me la estrecha, es muy cálida, afectuosa.
—Yerin —se presenta—, y por estas molestias te digo ya que puedes zapatear si quieres, que no diré nada.
Sonrío, aunque sé que solo es un formalismo. Esta casa tiene los techos y tabiques de papel y se dará cuenta muy pronto.
—Si necesitas algo, ya sabes donde me tienes. Ahora voy a intentar dormir un poco —me guardo para mí que antes intentaré hacerle una mamada a mi novio—, pero a partir del mediodía... soy bueno colgando cuadros.
Yo mismo me sorprendo por el ofrecimiento, y cruzo inmediatamente los dedos en la espalda, no sea que diga que sí.
—¿Trabajas de noche? —me pregunta.
—Depende del turno que me toque. Soy enfermero en el Hospital General.
A ella parece que se le iluminan los ojos.
—¿Te importaría si abusara un poco más de ti?
Creo que la sonrisa que acabo de esbozar es absolutamente falsa. Quiero sexo y cama, no seguir hablando con una desconocida.
—Por supuesto. —¿Por qué tengo que parecer siempre amable?—. Lo que necesites.
Ella se lleva una mano al pecho.
—JiMin se ha hecho daño con una de las cajas, pero se niega a que lo miren, a pesar de tener mal aspecto. Ya sabes cómo sois los hombres.
¿Quién coño es JiMin? ¿De verdad voy a tener que hacer de médico con uno de los nuevos vecinos?
—Claro, para eso estamos —sale de mi boca—. Si quieres le echo una ojeada, aunque recuerda que solo soy un enfermero.
Con un gesto me indica que aguarde. Yo le sonrío con esta manera oferente que tengo de hacer el gilipollas. Cuando desaparece dentro del apartamento, me quedo allí, en un descansillo rodeado de cajas, mientras mi cabeza se pregunta qué diablos estoy haciendo.
—A ver si tú puedes convencerlo de que debe verlo un médico.
Cuando levanto la cabeza y me encuentro con aquellos ojos verdosos clavados en los míos creo que, por un momento, se me detiene el corazón.
Es más alto que yo, quizá un metro ochenta. Tiene exactamente la fisonomía que me pone cardiaco: delgado y musculoso, brazos tatuados que se muestran bajo la camiseta de tirantas, manchada de sudor en la concavidad que dejan unos pectorales muy bien desarrollados, cabello corto y rubio, y una rica barba de tres días que debe raspar deliciosamente.
—¿A ti también te ha liado con esto? —Cuando sonríe y me muestra esos dientes blanquísimos de caninos alargados, se me aloja un cosquilleo debajo de los huevos—. Es solo un golpe. Nada que no se cure por sí solo en un par de días.
Yerin está a su lado, expectante mientras él desata el pañuelo que le cubre una mano y muestra manchas de sangre.
Yo intento aparentar profesionalidad, pero al mirarle maniobrar, mis ojos han interceptado el paquete que marca en los vaqueros, un bulto robusto y pesado, considerablemente cargado a la izquierda, donde incluso se adivina el borde marcado de un glande más que generoso, lo que me hace tragar saliva.
—¿Ves como no es nada?
La mano queda expuesta y hay un corte entre el índice y el pulgar. No es grave, en eso tiene razón, pero puede infectarse. Consigo salir del embrujo que JiMin me produce, y la miro a ella, porque si vuelvo a enfrentarme a esos ojos verdes es posible que tartamudee.

—Nada que no arreglemos con agua abundante, jabón, desinfectante y unas gasas —sonrío—. Si no tenéis a mano puedo subir...
—Tengo el botiquín controlado —dice ella.
—Me he cortado muchas otras veces.
Me atrevo a mirarlo. Seguro que hay muchos tíos tan guapos como él, pero JiMin destila una sexualidad en su forma de moverse, de mirar, de expresarse, que me hace apartar los ojos al instante.
—Será un minuto y podrás seguir con la mudanza como si nada.
Yerin aplaude y él se encoge de hombros.
Me llevan a la cocina, que es como la mía, pero desmantelada, y yo consigo adquirir de nuevo mi aire más profesional.
Cuando le cojo la muñeca para exponer la herida bajo el chorro de agua del fregadero, siento cómo late su pulso entre mis dedos, y me doy cuenta de lo cálida que es su piel, y de lo deliciosos que son los vellos rubios, casi invisibles, del antebrazo.
Yerin ha ido a buscar el botiquín y nos ha dejado solos. Yo intento no mirarlo, incluso pretendo no aspirar el olor a macho, a sudor y a semen que desprende, a no notar que su cuerpo roza el mío debido a la postura forzada para alcanzar el grifo, y que solo tengo que tirar un poco más del brazo izquierdo para que él me envuelva y sentirlo a mi espalda.
Trago saliva y tomo el jabón para empezar a lavar la herida. Si estuviera aquí mi supervisor me habría despedido por hacerlo sin guantes, pero no toco los bordes, solo la palma de su mano, trazando círculos, frotando muy suavemente, llevando el jabón hasta la boca de la herida.
No sé cuánto tiempo pasa, pero sé que acabo de humedecer el frontal de mis calzoncillos. Cuando noto un ligero gemido salir de la boca de JiMin, muy cerca de mi oído, me doy cuenta de lo que estoy haciendo, acariciarlo, y me ruborizo al instante. Se me ha ido la cabeza por completo, y justo con mi vecino de abajo. Lo achaco a la falta de sueño y a lo caliente que ya venía del curro.
—¿Con esto será suficiente?
Yerin, que acaba de regresar, pone a mi disposición los materiales que le he pedido, y yo le agradezco que esté de vuelta.
Recuperando mi eficiencia, aunque con manos más temblorosas de lo habitual, le desinfecto la herida y la vendo sin mirarlo, siendo muy consciente de que hay dos pares de ojos muy pendientes de cada uno de mis movimientos.
—Si te pones un guante robusto que te proteja, será mejor —doy mi trabajo por terminado con una última indicación—. Y deberías ponerte la vacuna del tétano si es que no la tienes.
Yerin parece feliz y JiMin se mira la mano, como si fuera un repuesto.
—Eres nuestro ángel de la guarda —ella me abraza, parece muy tierna.
—Y ahora, me voy a la cama. Cualquier cosa, ya sabéis dónde estoy.
Necesito salir de allí cuanto antes porque mi nuevo vecino me tiene cardíaco.
Voy hasta la puerta y me despido con la mano, sin mirarlos.
—YoonGi.
Me llama una voz masculina, la de JiMin. Al parecer sabe mi nombre. Me vuelvo, aparentando normalidad.
—Pónmela tú —me dice—. El tétano. Te pagaré lo que me pidas.
Yo trago saliva y asiento y, mientras subo el último tramo de escalera, me doy cuenta de que no es una buena idea.

Mi vecino de abajo | Adaptación Jimsu.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora