Capítulo Uno:

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Nunca había sido el tipo de niña pequeña que sabía lo que quería ser de grande. Creo que en cierto punto eso sí se los debo a mis padres. Nunca pusieron sobre mis hombros esas preguntas tan exageradas. No puedes preguntarle a un niño que quiere ser de mayor cuando ni siquiera tú, siéndolo, puedes responder a aquella pregunta. Mis padres hicieron bien en dejarme disfrutar mi niñez. Dos fuertes trabajadores de los barrios bajos en Albuquerque, Nuevo México.

Ambos descendientes de inmigrantes, mis padres jamás llegaron a conocer lo que un poco de fama le hace a las personas. Para ellos cualquier celebridad que haya muerto en las noticias de seguro fue por sobredosis, y es que cuando era pequeña eso estaba muy de moda, y si la mayoría había terminado así, entonces su trabajo era generalizar. Nunca cuestione esa perspectiva por dos razones: uno, no se cuestiona a los padres antes de la adolescencia, y dos, nunca había deseado ser parte de la comunidad de artistas, nunca me había sentido capaz ni tocada cuando se referían a ellos como simples desocupados por vivir de una pasión.

Mis padres siempre fueron trabajadores, hasta donde sé. Por las mañanas me dejaban en la escuela y no los veía hasta que el reloj marcaba las nueve, cuando volvían. Mi madre me arropaba mientras papá fumaba el último cigarrillo del día y horas más tarde el bucle se repite. Así podría decir que fue, un bucle, constante, todos los días.

No tenía demasiados amigos, creo que realmente no tenía ninguno a esa edad. Pero hablaba con todos sobre todo. El problema es que cuando hablas con todos es como si hablaras con ninguno. No tenía un lugar fijo en los recesos y, aunque existían ciertos grupos a los que no les agradaba, pasaba gran parte de estos en distintas mesas. Pero ninguna era mía al final. Si fuera a visitar la escuela ahora mismo no podría señalar una mesa donde pasaba todos los recesos con mis amigos. No tenía un lugar fijo, ni mucho menos una personalidad.

Después de varios años analice esa naturaleza mía de poder acoplarme a los grupos, las situaciones y las relaciones. Creo que al no tener a nadie con quien hablar era algún tipo de autodefensa, una mutación necesaria para poder sobrevivir en el sistema educativo y en la vida adolescente.

Mi padre se fue de casa a los diez. No supe nada de él después de los quince. A veces me gustaría saber si él supo algo de mí, qué pensaría al respecto.

Esos cinco años entre el divorcio de mi madre y su desaparición total, fueron años en los que mantuvimos una relación áspera. Ambos discutían por dinero y mantención, mi padre se quejaba con mi madre porque era una desalmada al pedirle dinero para criarme cuando él apenas llegaba a comer, y es que no era el único, pero a mi mamá nunca le gusto bajar su orgullo. Mi padre llegaba a recogerme un día al mes y luego me dejaba en mi casa evitando el contacto con mi madre. En cierto punto me comenzó a gustar.

Los ochenta fueron la evolución total de la música. Todo como lo conocíamos en ese aspecto del arte se transformó fusionándose con el avance tecnológico que implementa. Los ritmos futuristas y repetitivos, las bandas de rock en su máxima cima, las solistas femeninas y el pop disco fueron formando las maderas de la cuna en la que me crié.

No tengo una idea concreta de cuándo o cómo fue que comencé a quererlo, pero de a poco todo lo que pensaba se concentraba en cómo sería ser una artista. Me interesaba el tema, vivir esa vida, disfrutar de ella incluso sin conocerla.

Cuando durante un año cuando tenía doce comencé a sentarme todos los viernes con un grupo de chicos con revistas sobre música con todos sus géneros, empecé a infiltrarme en todo el tema. Ese grupo y esa revista era mi única conexión con la industria de la música.

―Deberías pasar un día por mi casa―dijo Ethan, quien traía las mejores revistas de la mesa―. Con los chicos nos juntamos e incluso tocamos instrumentos―comento y algo en mi explotó de repente. La emoción juvenil y acelerada que sentí en ese momento no tenía precio.

Esa tarde no fui directo a mi casa, y en mis planes tenía una oportunidad enorme de pasar todas las tardes de viernes con ellos leyendo sobre las nuevas bandas, escuchando los discos que sus padres podían comprarles y hasta teniendo un verdadero grupo de amigos.

Durante todo un año escolar, todos los viernes por la tarde sin que mi madre se enterase, salíamos Ethan, Eddie, Ramon, Lola y yo hacia la casa del primero para pasar una tarde como completos adolescentes. En los caminos de ida a casa ajena, fue la primera vez que me sentía independiente, un ser que tenía piernas, manos, boca y mente separada de mis padres. Esa sensación escondida en mi que nunca pude contarle a mi madre o que a mi padre jamás le interesaba.

Lola cantaba mientras Eddie tocaba la batería y Ethan hacía el intento de tocar la guitarra. Quien era realmente bueno era Ramon con el piano, tocaba otros instrumentos de cuerdas pero no recuerdo específicamente cuales. Su cabeza se movía con el ritmo de sus dedos y Lola se tomaba en serio aquel juego. En ese momento todo era tan real para mi. Me sentía grande, madura.

Los escuchaba practicar mientras hacía mis deberes, leía un par de artículos de sus revistas o revisaba su caja de cassettes. Recuerdo que me fascinaba ese ambiente. Había algo atesorado en esa caja que llamábamos habitación de Ethan que podíamos convertir en nuestro mundo, nuestra libertad.

No se realmente si mi madre lo descubrió en algún momento, pero nunca comento nada.

Ese mismo año mi padre comenzó a dejarme sola en su casa cuando me tocaba ir con él. La excusa era siempre la misma grabación en repetición; debo trabajar, y nunca lo culpe por ello. Había hasta días que me aliviaba que se largara para no tener que ver su rostro de decepción en silencio observándome comer. Días enteros donde analizaba cada uno de mis gestos y suspiraba con pesadez cuando descubría que comenzaba a parecerme a mi madre.

Sabía lo que él pensaba, o eso creo. En parte me echaba la culpa a mi porque no veía a mi madre. Tiempo después lo entendí. Yo nunca tuve la culpa de nada, pero si mi madre veía en mí el efecto de su trato, de alguna u otra forma también terminaría dañando a mi madre. Así que cada día que me subía a su auto para ir a su casa temprano, rogaba con los dedos torcidos entre ellos que me anunciara su huida durante todo el camino.

―Hay nuggets de pollo para recalentar, tienes aderezos en la heladera y para la noche hay pasta ¿Sabes cómo calentar agua para desayunar?―preguntaba rutinariamente cada mañana antes de bajarme del auto el cual aparcaba aún en marcha frente a la puerta de su casa. Yo asentía igual todas las mañanas y me retiraba sin besar su mejilla. Abrí la puerta y encontré en aquel pedazo de cueva un poco de soledad.

Aquel silencio ante la ausencia de alguna radio o reproductor de cassettes me generaba un abrupto aburrimiento. El silencio me volvía consciente de lo tedioso que pueden ser los segundos, las horas de un día entero. Me hacía consciente de cuál sola estaba y lo poco que tenía para hacer. Pero luego de que Ethan me enseñara su nuevo cassette con las nuevas canciones de una banda irreconocible, no recuerdo que haya más silencio en esa cueva.

Por días no podía sacarme las canciones de la cabeza y comencé a cantarlas por mi cuenta. Me anime. Hice lo que Lola hacía en todas nuestras reuniones y me vi capaz de lograrlo yo también.

Nunca fui alguien introvertida, no a grandes rasgos, pero cuando cantaba a solas me sentía liviana. Era una forma de decirme a mí misma que no solo había abierto la jaula, sino que también había aprendido a volar. Una vez al mes me encerraba por un día completo y deconstruí cada nota que mi voz podía lograr. Analizaba y cantaba sin siquiera pensarlo, sin importar si sonaba bien o mal. No me interesaba. Ese día del mes, nada importaba.

Esos escasos días con horas extensas se volvieron insuficientes para mi curiosidad. Era una niña con un juguete nuevo que debía aventurarse en él, soñar con él. Me di cuenta que también podía usar el resto de los días de mi semana en los que también estaba sola esperando a mi madre en mi casa. Así que extermine el silencio de cada lugar que habitaba en soledad. Abría mi boca y gritaba para dar apertura a un ritual que simbolizaba tanto mi libertad como mi soledad, porque si cantaba era porque era libre y estaba sola. Si cantaba era porque no había nadie mirándome. Si cantaba era porque el ruiseñor que se había criado en mi interior había abierto su jaula de fierros dorados y había aprendido a volar aleteando fuerte sus alas.

Y por años fue de ese modo. 

𝙀𝙡𝙡𝙞𝙚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora