El abogado Byron Metcalf se quitó la corbata a las cinco de la tarde, se preparó un trago y apoyó los pies sobre el escritorio.
— ¿Seguro que no quiere uno?
— En otra oportunidad — contestó Graham sacándose las espinas de yerbajos adheridas a sus puños y disfrutando del aire acondicionado.
— No conocía mucho a los Jacobi — dijo Metcalf —. Hace solamente tres meses que llegaron aquí. Dos o tres veces fuimos con mi esposa a tomar una copa a casa de ellos. Ed Jacobi vino a verme para hacer un testamento nuevo poco tiempo después de que lo transfirieran aquí y así fue como lo conocí.
— Pero usted es su albacea.
— Sí, su mujer figuraba primero en la lista y yo la seguía en caso de que ella hubiera muerto o quedara incapacitada. Tiene un hermano en Filadelfia, pero me parece que no eran muy unidos.
— Usted fue adjunto al Fiscal de Distrito.
— Así es, desde 1968 hasta el 72. En 1972 me postulé como fiscal. Estuve cerca, pero perdí. Ahora no estoy en absoluto arrepentido.
— ¿Qué impresión tiene de lo que ocurrió aquí, señor Metcalf?
— Lo primero que pasó por mi cabeza fue pesar en Joseph Yablonski, el dirigente laboral.
Graham asintió.
— Un crimen con un motivo, en este caso poder, disfrazado como la obra de un maniático. Junto con Jerry Estridge, de la oficina del fiscal, revisamos los papeles de Ed Jacobi con gran minuciosidad.
«Nada. No había nadie a quien la muerte de Ed Jacobi pudiera reportarle un beneficio monetario. Ganaba un buen sueldo y tenía algunas patentes que le daban una renta, pero gastaba casi todo no bien lo cobraba. Todos sus bienes pasarían a su esposa, y a los hijos y sus descendientes les dejaba una pequeña fracción de tierra en California. Había dispuesto también la cesión de una pequeña renta para el hijo sobreviviente. Lo suficiente como para pagarle los próximos tres años de universidad, aunque pienso que para entonces no va a haber pasado de segundo año.
— Niles Jacobi.
— Así es. El muchacho era un verdadero dolor de cabeza para Ed. Vivía en California con su madre. Estuvo preso por robo. Tengo la impresión de que su madre es un desastre. Ed fue allí el año pasado para ver en qué andaba. Lo trajo de vuelta con él a Birmingham y lo hizo entrar al Bardwell Community College. Trató de que viviera con ellos, pero chocaba con los otros chicos y les hacía la vida imposible a todos. La señora Jacobi lo aguantó durante un tiempo, pero finalmente lo mudaron a uno de los dormitorios del colegio.
— ¿Dónde estaba?
— ¿La noche del 28 de junio?— Metcalf tenia los párpados bajos cuando miró a Graham —. La policía se hizo la misma pregunta y yo también. Fue al cine y regreso al colegio. Se ha verificado. Además, su sangre es de tipo 0. Señor Graham, tengo que buscar a mi esposa dentro de media hora. Podemos seguir conversando mañana si le parece. Dígame en qué puedo ayudarlo.
— Me gustaría ver los efectos personales de los Jacobi. Diarios, fotografías, lo que sea.
— No queda mucho, perdieron casi todo en un incendio en Detroit antes de mudarse aquí. Nada sospechoso; Ed estaba soldando algo en el sótano y las chispas saltaron hasta unas latas de pintura que tenía almacenadas y en dos minutos se incendió toda la casa.
«Hay alguna correspondencia personal. La tengo guardada en las cajas de seguridad con los otros objetos de valor. No recuerdo haber visto varios. Todo lo demás esta depositado. Quizás tiene algunas fotografías, pero lo dudo. Le propongo lo siguiente, tengo que estar en el tribunal a las nueve y media de la mañana, pero puedo dejarlo en el banco para que revise lo que le interesa y pasar a buscarlo después.
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El Dragón Rojo (Novela de Thomas Harris)
Mystery / ThrillerSin una razón de peso, el agente especial Jack Crawford no habría turbado la apacible existencia y el anonimato de Will Graham, el hombre que había conseguido desenmascarar al psicópata doctor Lecter, más conocido en los medios de comunicación como...