CAPITULO II

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Will Graham condujo lentamente el automóvil mientras pasaba frente a la casa en la que había vivido y muerto la familia de Charles Leeds. Las ventanas estaban a oscuras. Una luz brillaba en el patio. Estacionó el automóvil a dos cuadras y caminó en medio de la cálida noche, llevando en una caja de cartón el informe de los detectives de la policía de Atlanta.

 Graham había insistido en ir solo. La razón que le dio a Crawford había sido que cualquier otra persona que estuviera en la casa lo distraería. Tenía otra, una privada: no sabía cómo iba a comportarse. No quería que un par de ojos lo estuvieran mirando todo el tiempo.

 Había reaccionado bien en la morgue.

La casa de ladrillos de dos pisos se alzaba en un lote arbolado, alejada de la calle. Graham permaneció un buen rato bajo los árboles contemplándola. Trató de conservar la calma en su interior. En su mente, un péndulo de plata se mecía en la oscuridad. Esperó hasta que el péndulo se quedó quieto. 

Unos pocos vecinos pasaron en sus automóviles; miraban la casa pero rápidamente volvían la cabeza. El lugar donde se ha cometido un crimen resulta desagradable para el vecindario, como si fuera el rostro de alguien que los traicionó. Solamente los forasteros y los niños se detenían a mirarla.

Las persianas estaban levantadas. Graham se alegró de ello. Significaba que no había entrado ningún pariente. Los parientes siempre bajan las persianas. Caminó hacia un costado de la casa, moviéndose cuidadosamente, sin utilizarla linterna. Se detuvo dos veces para escuchar. La policía de Atlanta sabía que estaba allí, pero los vecinos no. Debían de estar nerviosos. Podrían dispararle. Al mirar por una ventana de atrás pudo ver la luz del patio del frente que se filtraba sobre las siluetas de los muebles. El aire estaba saturado por el perfume del jazmín del Cabo. Un porche enrejado se extendía casi a todo lo largo de la parte de atrás de la casa. En la puerta del porche podía verse el sello de la policía de Atlanta. Graham rompió el sello y entró. 

El vidrio que la policía había quitado de la puerta que comunicaba el porche con la cocina, había sido reemplazado por una madera terciada. Abrió la puerta a la luz de la linterna utilizando la llave que le había dado la policía. Tenía ganas de encender las luces. Tenía ganas de colocarse su reluciente insignia y hacer algunos ruidos que justificaran su presencia en la silenciosa casa en la que habían muerto cinco personas. Pero no hizo nada. Entró a la oscura cocina y se sentó a la mesa de desayuno. 

La llama azul del piloto de la cocina brillaba en la oscuridad. Percibió olor a limpia muebles y a manzanas. 

El termostato hizo clic y comenzó a funcionar el aire acondicionado. Graham se sobresaltó al oír el ruido y sintió miedo. Tenía larga experiencia con el miedo. Podría controlarlo en esa oportunidad. Estaba simplemente asustado pero podría seguir adelante.

Veía y oía mejor cuando estaba asustado; no podía hablar tan concisamente ya veces el miedo lo volvía algo grosero. No había nadie allí con quien hablar; nadie ya a quien pudiese ofender.

La locura irrumpió en esa casa a través de esa puerta y entró a esa cocina avanzando sobre unos pies con zapatos número cuarenta y cinco. Sentado en medio de la oscuridad, Graham olfateaba la locura como un sabueso huele una camisa. 

Durante todo el día y parte de la tarde había estudiado el informe de la sección de homicidios de Atlanta. Recordaba que la policía, al entrar a la cocina, encontró encendida la luz de la campana de ventilación. La encendió.

Dos rectángulos de tela bordada y enmarcada colgaban de la pared a ambos lados de la cocina. En uno podía leerse: « Los besos se olvidan, la buena cocina no» . Y en el otro: « Es a la cocina donde prefieren venir nuestros amigos para sentir el pulso de la casa y solazarse en su trajín» .

El Dragón Rojo (Novela de Thomas Harris)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora