CAPITULO IV

4 0 0
                                    

Hoyt Lewis, encargado de leer los medidores de la compañía eléctrica de Georgia, estacionó su camión bajo un gran árbol en el callejón, se recostó contra el respaldo y agarró la caja de su almuerzo. No era ya tan divertido abrir la caja porque él mismo era ahora el que la preparaba. No encontraba más notitas ni sorpresas. 

Estaba por la mitad del emparedado cuando una voz fuerte resonó junto a su oído y le hizo dar un respingo.

 —Supongo que este mes mi cuenta de electricidad debe llegar a los mil dólares, ¿verdad?

 Lewis se dio vuelta y vio junto a la ventana del camión la cara colorada de H.G. Parsons. Parsons estaba vestido con pantalones cortos y llevaba en la mano una escoba de jardín. 

—No entendí lo que dijo.

—Supongo que usted dirá que este mes gasté el equivalente a mil dólares en electricidad. ¿Me oyó ahora? 

—No sé cuánto ha gastado porque todavía no he revisado su medidor, señor Parsons. Cuando lo revise lo anotaré aquí, en este papel. 

Parsons estaba resentido por el monto de su cuenta. Se había quejado a la compañía diciendo que le cobraban de más. 

—Mi consumo es siempre el mismo —dijo Parsons—. Pienso presentarme también a la Comisión de Servicios Públicos. 

—¿Quiere acompañarme a leer el medidor? Vayamos ahora mismo y... 

—Sé muy bien cómo se lee un medidor. Creo que usted también podría hacerlo si no le costara tanto.

—Cállese un momento, Parsons —dijo Lewis bajando del camión—.Escúcheme un momento, maldición. El año pasado puso un imán en el medidor. Su esposa dijo que usted estaba en el hospital, por eso me limité a sacarlo y no dije una sola palabra. Este invierno cuando tiró adentro melaza hice un informe. Advertí que pagó cuando se le cobró por el daño. 

» Su cuenta subió después que usted hizo todas esas instalaciones de cables. Selo he repetido hasta el cansancio, debe existir una pérdida en la casa. ¿Pero acaso contrató algún electricista para averiguarlo? Por supuesto que no. En cambio llama a la oficina para quejarse de mí. Ya me tiene harto. 

Lewis estaba pálido de ira. 

—Llegaré hasta el fondo del asunto —dijo Parsons retrocediendo por el camino hacia su jardín—. Lo están controlando, señor Lewis. Vi a alguien que revisaba su itinerario antes que usted lo hiciera —dijo del otro lado del cerco—.Dentro de poco va a tener que trabajar como cualquier hijo de vecino. 

Lewis puso en marcha el camión y se alejó por el callejón. Tendría que buscar otro lugar donde terminar de almorzar. Lo sentía mucho. Ese árbol grande de amplia copa había sido durante años un buen sitio para hacerlo. Quedaba justo detrás de la casa de Charles Leeds. 

A las cinco y media de la tarde Hoyt Lewis se dirigió en su automóvil particular al Cloud Nine Lounge, donde bebió varios tragos para despejar su mente.

Cuando llamó por teléfono a su ex esposa todo lo que se le ocurrió decir fue:

—Ojalá siguieras preparando mi almuerzo.

—Deberías haberlo pensado antes, señor Avivado —respondió ella y enseguida colgó.

Jugó un aburrido partido de tejo con algunos empleados de la compañía de electricidad y examinó la concurrencia. Unos insoportables empleados de una línea aérea habían empezado a frecuentar el Cloud Nine. Todos usaban el mismo bigotito y un anillo en el dedo meñique. Dentro de poco tratarían de transformar el Cloud Nine en un bar inglés con juego de dardos. No se podía contar ya con nada.

—Hola, Hoyt.  juego un partido por una cerveza. —Era Billy Meeks, su supervisor.

—Oye, Billy, tengo que hablar contigo.

—¿Qué ocurre?

—¿Conoces a ese desgraciado que se llama Parsons y que llama todo el tiempo a la compañía?

—Llamó justamente la semana pasada —dijo Meeks—. ¿Qué pasa con él?

—Dijo que alguien estaba revisando los medidores de mi zona antes que yo lo hiciera. Como si alguien pensara que yo no cumplía con el recorrido. ¿Tú no piensas que yo hago la lectura desde mi casa, verdad?

—No.

—¿Tú no piensas eso, no es así? Quiero decir que si figuro con letras coloradas en la lista de una persona, querría que me lo dijera directamente.

—¿Crees que si figuraras en colorado en mi lista tendría miedo de decírtelo a la cara?

—No.

—Pues bien. Si alguien estuviera controlando tu ruta yo estaría enterado. Tus superiores siempre están al tanto de una situación así. Nadie te vigila, Hoyt. No le lleves el apunte a Parsons, es viejo y peleador. La semana pasada me llamó para decirme: « ¡Felicitaciones por haber abierto el ojo con Hoyt Lewis!» . No le presté atención.

—Ojalá le hubiéramos hecho sentir la ley con lo que hizo con su medidor. Acababa de detenerme en el callejón para almorzar bajo un árbol cuando se presentó a insultarme. Lo que le hace falta es una buena patada en el trasero.

—Yo solía detenerme allí también cuando tenía ese recorrido —dijo Meeks

—. Caray, recuerdo una vez que vi a la señora Leeds... bueno, no parece muy correcto hablar de eso ahora que ha muerto, pero una o dos veces la vi tomando sol en traje de baño en su jardín. Uhhh. Tenía una pancita adorable. Fue una vergüenza lo que les ocurrió. Era una buena señora.

—¿Detuvieron ya a alguien?

—No.

—Qué lástima que eligiera a los Leeds teniendo a Parsons justo enfrente — comentó Lewis.

—Te diré una cosa, no le permito a mi mujer que se pasee por el jardín en traje de baño. « ¿Grandísimo tonto, quién me va a ver?» me dice siempre. Pero yo le contesto que no se puede saber qué clase de degenerado puede saltar el cerco con la bragueta abierta. ¿Te interrogaron los policías? ¿Te preguntaron si habías visto a alguien?

—Sí, creo que lo hicieron con todos los que tienen un recorrido habitual por aquí. Carteros, todos sin excepción. No obstante toda la semana pasada, hasta hoy, estuve trabajando en Laurelwood, del otro lado de la avenida Betty Jane — Lewis rasgó la etiqueta de la cerveza—. ¿Dices que Parsons te llamó la semana pasada?

—Así es.

—Pues entonces debe haber visto a alguien leyendo su medidor. No habría llamado entonces si recién hoy decidió molestarme. Tú dices que no enviaste a nadie y por cierto que no fue a mí a quien vio.

—Puede haber sido alguien de la Southeaster Bell verificando cualquier cosa.

—Puede ser.

—Pero no obstante no compartimos los mismos postes allí.

—¿Te parece que debo avisar a la policía?

—No le haría mal a nadie —respondió Meeks.

—No, y tal vez le viniera bien a Parsons mantener una charla con los representantes de la ley. Se va a pegar el susto de su vida cuando los vea llegar.


El Dragón Rojo (Novela de Thomas Harris)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora