CAPITULO VIII

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El doctor Hannibal Lecter permaneció recostado en su catre con las luces de la celda apagadas después que se fue Graham. Transcurrieron varias horas.

Durante un rato se limitó a las sensaciones táctiles; la trama de la funda de la almohada contra sus manos enlazadas detrás de la cabeza, la suave membrana que cubría su mejilla.

Luego fue el turno de los olores y permitió a su mente jugar con ellos. Algunos eran reales pero otros no. Habían puesto Clorox en el baño; semen. Estaban comiendo ají picante en el hall; uniformes empapados en transpiración. Graham no había querido darle el número de su teléfono particular; el olor amargo y verde de yerbajos recién cortados. Lecter se incorporó. El hombre podría haberse mostrado educado. Sus pensamientos tenían el olor a metal caliente de un reloj eléctrico.

Lecter pestañeó varias veces y sus cejas se arquearon. Encendió las luces y le escribió una nota a Chilton pidiéndole un teléfono para llamar a su abogado.

De acuerdo con la ley, Lecter tenía derecho a hablar en privado con su abogado y no había abusado de ese privilegio. Como Chilton no le permitía trasladarse hacia donde estaba el teléfono, tenían que alcanzárselo hasta donde estaba él.

Se lo llevaron dos guardias, que desenrollaron un largo cable desde la toma que había junto al escritorio de ellos. Uno de los guardias tenía las llaves. El otro esgrimía una lata de Mace, un aerosol que provocaba intenso ardor en los ojos.

—Vaya al fondo de su celda, doctor Lecter. Mirando a la pared. Si se da vuelta o se acerca a las rejas antes de oír el ruido de la cerradura le arrojaré Mace a la cara. ¿Entendido?

—Por supuesto —dijo Lecter—. Muchas gracias por traer el teléfono.

Tenía que pasar la mano por la red de nylon para marcar. Informaciones de Chicago le suministró el número del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Chicago y el de la oficina del doctor Alan Bloom. Marcó el número del conmutador del departamento de psiquiatría.

—Estoy tratando de comunicarme con el doctor Alan Bloom.

—No tengo seguridad de que haya venido hoy pero le comunicaré.

—Un momento, se supone que conozco el nombre de su secretaria y lamento tener que confesar que lo he olvidado.

—Linda King. Un momento por favor.

—Gracias.

El teléfono sonó ocho veces antes de que contestaran.

—Oficina de Linda King.

—¿Linda?

—Linda no viene los sábados.

El doctor Lecter había especulado con eso.

—Tal vez usted pueda ayudarme, si no le es molesto. Soy Bob Greer de la compañía editora Blaine y Edwards. El doctor Bloom me pidió que le enviara un ejemplar del libro de Overholser, El Psiquiatra y la Ley a Will Graham, y Linda debía darme su dirección y teléfono, pero no lo hizo.

—Yo soy solamente una ayudante, ella vuelve el lu...

—Tengo que alcanzar el Expreso Federal en cinco minutos y no me gusta molestar al doctor Bloom en su casa ya que él le ordenó a Linda que me lo enviara y no quiero meterla en un lío. Debe estar ahí en su Rolodex o como se llame. Le estaré eternamente agradecido si me lo dice.

—No tiene un Rolodex.

—¿No será una agenda común?

—Sí.

—Sea buena, búsqueme el número de ese tipo y no le haré perder más tiempo.

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Graham. Will Graham.

—Muy bien, el teléfono de su casa es 305 JL5-7002.

—Se supone que tengo que enviárselo a su casa.

—No figura la dirección de su casa.

—¿Qué dirección da?

—Oficina Federal de Investigaciones, Diez y Pennsylvania, Washington, D. C. Oh, y casilla de Correo 3680, Marathon, Florida.

—Perfecto, es un ángel.

—No faltaba más.

Lecter se sentía mucho mejor. Se le ocurrió que en alguna oportunidad podría sorprender a Graham con una llamada, o, si ese tipo no era capaz de mostrar un poco más de amabilidad, le pediría a una de esas firmas que abastecen a los hospitales que le enviaran por correo a Graham una bolsa para colostomía en recuerdo de viejos tiempos.

El Dragón Rojo (Novela de Thomas Harris)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora