Si había algo que la caracterizaba a la hora de gestionar sus emociones, era la necesidad de soledad con la que lo hacía. No le bastaba quedarse sentada en el sofá, en la silla de la cocina o en el borde de su cama, rumiando una y otra vez los recuerdos, los pensamientos y las decisiones que había tomado esa semana. Necesitaba moverse, aislarse en algo que ocupase su cabeza, que insonorizase ese enjambre agitado que era su mente. Y la mejor forma que conocía era caminar. Andar, y no dejar de hacerlo hasta que le ardieran los pulmones y su única preocupación fuese quedarse sin oxígeno.
Además, era sabido que andar activaba la mente y eso le ayudaría mucho más que no hacer nada a la hora de ordenar cada uno de sus reproches. En concreto, los que tenían que ver con él y con el «accidente» del día anterior en la cocina de la pizzería de Dani. Por no hablar de la conversación que tenía pendiente con Mónica debido a la encerrona, y a lo preparado que lo habían tenido todo para engañarlos. Porque sí. Había creído a Sergio desde el principio y sabía que no había sido cosa suya, pero en el momento no había querido verlo.
No le había mentido a su madre a la hora de decirle que salía a dar un paseo, ataviada con sus mejores ropas de senderismo. Tanto por el cortavientos de montaña azul claro y negro de Quechua, los leggins también negros—salvo por las tres franjas blancas que cruzaban la largaria de la pierna desde la cintura hasta el tobillo— o por las botas de trekking verde menta con las que caminar por el campo no le supusiese un deporte de riesgo. Ropa cómoda que solía utilizar muchas veces en el pueblo. Pero en cierto modo sí que le había omitido una verdad: la de querer pensar sobre el sentido de su vida, el auténtico propósito de la caminata.
«No me gusta que vayas sola, Raquel» le había dicho su madre.
A Mariví le daba igual que su hija fuera policía. Siempre se preocupaba cuando salía a caminar sola y le obligaba a decirle dónde iba y a llevarse el móvil. Sobre todo después de haber visto la película de 127 horas. Ese día tampoco había sido la excepción. Y, a pesar de que llevaba el teléfono en la estrecha riñonera atada a la cintura, ni siquiera lo había sacado para comprobar llamadas. Lo tenía en sonido, por si pasaba cualquier cosa, pero prefería olvidar todo lo que tuviese que ver con el mundo real, el que había dejado en Almazán.
Alzó la vista hacia el cielo, intentando divisar las copas de los enormes pinos que la rodeaban. A su alrededor, se extendían los campos, un tanto más lejos el Duero, fluyendo, algunos densos matorrales salpicados por doquier, y el terraplén de tierra que le servía como camino a veces se hundía hacia dentro, creando surcos donde casi se había doblado el pie por no estar atenta. No había rastro de vida humana, y en parte lo agradecía por la fina lluvia que había disuadido a los senderistas, pero por la otra parte no podía dejar de estar alerta precisamente porque de suceder algo, no tenía auxilio de nadie.
No inmediato.
En el fondo, entendía la preocupación de su madre, igual que le sucedería a ella en un futuro con su propia hija cuando empezase a ser más independiente. Y ya no sólo se trataba de una caída tonta, era algo más. La eterna cadena de la mujer frente a la vida, y el tener que luchar con dientes y garras para no perderla. Ni siquiera podían contemplar un paseo a solas, sin enumerar la cantidad de peligros que suponía, siendo ella policía y dotada de todas las tácticas de defensa posibles. Incluso ahí, residía el miedo. Pero tampoco estaba dispuesta a dejar de vivir porque el mundo estuviese enfermo. Si ya estaba perdiendo, mejor disfrutar las vistas y afrontar el derecho de hacer lo que le diese la gana cuando quisiese.
Bastante tenía.
Las finas gotas de agua le cayeron sobre el rostro al echar el cuello hacia atrás, refrescándole la piel sudada. Inspiró con fuerza, lo más profundo que pudo, y cuando notó que había llegado al tope, exhaló lentamente, sintiéndose observada por la naturaleza. El olor a tierra mojada inundó sus fosas nasales, y hacía un rato que se había perdido en la deliciosa melodía que componía la lluvía al chocar contra su capucha, y en la dulce resonancia que llegaba a sus oídos. Había algo mágico en todo aquello que conseguía crear un velo, una especie de halo brillante en el que se sentía completamente relajada dentro. Una especie de protección espiritual.
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𝐁𝐥𝐞𝐞𝐝𝐢𝐧𝐠 𝐋𝐨𝐯𝐞 | 𝐀𝐔 | 2
أدب الهواةCaín Méndez ha hecho su jaque sobre el tablero con un simple movimiento: Paula Vicuña. Ahora, Sergio y Raquel deberán encontrar, en una carrera de vida o muerte, la Biblia que tanto ansía. El libro de su mafia en el que refleja todas y cada una de...