Siempre he sido reacio al arte. Fui criado en una época donde no había tiempo que perder. Lo que eligieras hacer en tus horas libres debía ser productivo.
Leer un libro de reacciones químicas lo era, en cierta medida. Inclinarse por una novela romántica no. Podrías aprender a bailar por si debías asistir a una fiesta formal, pero dedicarse profesionalmente a ello habría sido ridículo.
Cuando me mudé a ese pueblo buscaba cambiar de aires. Demostrarme a mí mismo que no me estaba convirtiendo en un anciano cerrado.
Para esas fechas me había vuelto un ávido visitante de museos. Mi preferido fue el Museo del Presente, una instalación oculta en medio del parque principal.
Algo encantador de ese sitio era la ausencia de obras clásicas. Todo de artistas contemporáneos y locales, la mayoría vivos. En la descripción incluían las redes sociales de cada uno.
¿Saben por qué ese detalle me fascinaba más que el producto en sí? En mi época el artista era un ser invisible y lejano cuya existencia poco importaba. A menos que fueras coleccionista, no te interesaba nada más que la obra en sí misma.
Contactar con tu escritor favorito implicaba un laborioso proceso de rastreo y posterior intercambio de correspondencia. No era económico ni sencillo.
Ahora los jóvenes son demasiado imprudentes. Comparten información de sus lugares preferidos, aquellos donde encuentran su inspiración. Responden mensajes de desconocidos, en cuestión de días ya envían fotografías comprometedoras. Se convierten en blanco fácil para los depredadores.
Pude deducir que así fue como Grulla Negra localizó a su segunda víctima.
La muchacha apareció sentada ante la mejor escultura de su propiedad, una gárgola tallada en piedra.
De nuevo, su cuerpo parecía intacto. No había mutilaciones. Nada de sangre. Sin signos de violencia.
No fue la grulla de origami en sus manos abiertas lo que llamó la atención de los turistas que la encontraron. Eran sus dedos... azules.
No piensen solo en hipotermia. Existen diversos medicamentos que constriñen los vasos sanguíneos. Algo estaba destruyendo las arterias de bajo calibre ubicadas en sus dedos.
Sus primeras palabras al despertar fueron:
—No siento mis manos. ¡¿Por qué no me responden?!
Al descubrir esa coloración mortecina, no tardó en entrar en pánico. La trasladaron al hospital en medio de sollozos desgarradores.
Los médicos hicieron todo lo posible pero, desconociendo el veneno, no podían aplicar el antídoto.
Cada segundo era clave.
Cuando llagas supurantes surgieron de la piel de sus falanges, supieron que el daño era irreversible.
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Tres grullas negras
Mystery / ThrillerUn profesor universitario le cuenta a dos alumnos acerca de un monstruo que sembró el caos en un pueblo aislado. *** Dos universitarios y un profesor despiertan acorralados en una construcción abandonada. Mientras luchan por escapar, este último rem...