CAPÍTULO 4

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Anahí había soñado muchas veces con pasar una noche en el Plaza. Eso se debía a que había leído muchos libros de niña.

Y le encantaba Eloise. Había leído la historia de la niña que vivía en el Plaza casi hasta que se le habían caído las tapas al libro. Y siempre había pensado que ir al Plaza era casi como ir a la luna.

Allí estaba. En su propia habitación, una habitación en la que Eloise se habría divertido mucho. Habría saltado en la cama y se habría colgado de la barra de la ducha. Habría llamado al servicio de habitaciones y habría pedido todo lo que le apeteciese.

Anahí también podía hacerlo. Alfonso se lo había dicho.

—No has cenado demasiado —había comentado mientras estaban en recepción—. Si tienes hambre, llama al servicio de habitaciones. Pide lo que te apetezca.

Muy generoso y educado. Un buen jefe.

No le había hablado como un marido, pero tampoco había pretendido hacerlo. Ya ella no debería haberle molestado. Debía haberse olvidado de él hacía años.

De hecho, había pensado que lo había hecho. Había salido con otros hombres

durante los últimos cuatro años. Que no hubiese encontrado al hombre adecuado no quería decir que no lo hubiese buscado.

Pero el día anterior, cuando había descubierto que todavía seguía casada con él, todo su mundo se había venido abajo, y aquellos sentimientos desesperados y no correspondidos habían vuelto a asomar.

Y no podía evitar pensar que, a pesar de que la boda de Alfonso con Dena habría sido una parte más del negocio, seguro que él tenía pensado pasar la noche de bodas con ella. Seguro que no se habría casado con ella y luego la habría mandado a un hotel a que durmiese sola.

A ella sí que la había mandado a un hotel. ¡Había actuado como si estuviese deseando deshacerse de ella!

No obstante, aquello no debía sorprenderle. De hecho, no le sorprendía. Pero todo habría sido mucho más sencillo si no estuviese enamorada de él, si nunca lo hubiese estado. Si pudiese limitarse a sonreír y marcharse de su lado.

Pero no podía marcharse, al menos hasta que no pasase otra semana. Él no la dejaría marchar. Se sentó en medio de la enorme cama y le entraron ganas de llorar.

Y, al mismo tiempo, ¡no quería llorar!

Tenía cosas mucho más importantes que hacer, como pensar en cómo iba a sobrevivir la semana siguiente sabiendo que no estaba fingiendo, que, en realidad, era la esposa de Alfonso Herrera.


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