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Estaba oscuro.

Muy oscuro.

No le gustaba para nada. Se sentía ansioso.

El aire era pesado. Le costaba respirar.

Caminó a tientas, intentando encontrar alguna salida. Alguna luz.

Tocó algo frío.

No logro identificar que era. "¿Una puerta?", creyó. Empujó y luego tiró de él. "¿Que podría perder?", razonó, simplemente quería salir de allí.

Repentinamente todo el espació comenzó a brillar, Morí tapó su rostro con la mano libre.

Parpadeo intentando recuperar la vista.

Al hacerlo se encontró frente a Fukuzawa, quien lo observaba cariñoso.

Su respiración se cortó.

La de él y la de Fukuzawa. Pero por diferentes razones.

Comprendió que podía incluso llegar a perderlo todo.

El peliblanco río con el último aliento que le quedaba, para luego toser.

Sangre.

Morí desesperado observó sus manos. Húmedas, llenas del mismo liquido carmín que brotaba de debajo del pecho del contrario.

Un cuchillo brillaba en su mano.

Desesperado lo soltó e intentó arreglarlo. Arreglar a Fukuzawa. Arreglar su error.

El más alto perdió el equilibrio y se desplomó sobre él. Hizo presión en la zona sangrante. Mientras pedía perdón a gritos.

- Ōgai -. Lo llamó el más alto -. Lo lamento.

"No. No. No." Era todo lo que podía pensar.

No quería que siguiera hablando.

No quería que muriera.

No quería que lo abandonará.

No él. No Fukuzawa. No su amor.

Y por más que lo intentó, no pudo salvarlo.

El contrario lo observaba, todavía sonriéndole, con ojos vacíos.

Las lágrimas comenzaron a nublar su vista. La figura del contrario era borrosa. Y de repente su cabello se volvió pelirrojo y sus ojos celestes.

La figura de Fukuzawa se mezcló con la de Chūya.

Y no pudo evitar sentir la misma desesperación.

Por Dios, por Dios.

¿Que había hecho?

¿Que estaba haciendo?

En su mente no paraba de aparecer la misma palabra;

Perdón.

Perdón.

Perdón.

Perdón.

Se incorporó desesperado, con su cuerpo enredado en las sábanas carmín. Recordó la sangre de aquellos cuerpos y se apresuró, torpemente a salir de esta.

Se hizo una bolita sobre si mismo, sintiendo el frío suelo de su habitación clavarse en sus piernas.

A pesar de la alta calidad del colchón en el que recostaba y las finas telas que lo tapaban, nunca había podido conciliar sueño. Aquellos pensamientos intensivos se volvían pesadillas y le mostraban frente a sus propios ojos todo aquello que negaba.

Su corazón golpeaba fuertemente su pecho.

Se sentía mal.

Sentir.

Sentir.

¿Que era eso?

¿Él sentía?

Se obligó a si mismo a calmarse, para incorporarse y con paso tambaleante ir a mojarse la cara. Pero no se percató de que había avanzado hacía la dirección incorrecta hasta que se encontró frente a la puerta de la habitación de Chūya.

Al percatarse de su accionar, se preguntó porque estaba allí. Se miró las manos, temblorosas, no entendía que le estaba sucediendo.

  Observó la puerta nuevamente, debía de regresar, el pobre muchacho debía de estar exhausto.

Suspiró y se volteó para regresar. Pero ni bien avanzó un par de pasos, un ruido llamó su atención de dentro de la habitación y más por acto reflejo que por otra cosa, empujó la puerta y buscó el peligro que amenazaba al menor.

Pero no sé encontró con nadie, además del mismo pelirrojo, quien con ojeras bajo sus ojos, y cabello desordenado lo observaba con sorpresa desde el suelo.

Chūya parecía haberse tropezado y con él había llevado diversas cosas al suelo, un vaso de licor el cual se encontraba hecho pedazos, junto a un centenar de papeles arrugados y fotos en donde reconoció el rostro de Dazai quemado.

- ¿Mori-san? -. Lo llamó, con sus ojos celestes apagados y voz rasposa.

Nuevamente no supo porque su cuerpo actuó por si mismo. Sin pensarlo se acercó a él, e ignorando los vidrios que se clavaban en sus pies se agachó a abrazar al contrario.

No dijo nada, solo cerró los ojos y apretó la cabeza del contrario contra su pecho, mientras con otra mano rodeaba el cuerpo magullado de aquel guerrero.

Guerrero, eso era Chūya.

Peleaba batallas constantemente. No solo contra los enemigos de la Mafia, sino que también con Dazai, y consigo mismo.

Se preguntó cuántas heridas tenía el menor.

Además de todas las cicatrices de su infancia, de todas las heridas que habían dejado aquellas misiones, de todas las marcas que habían dejado sus revisiones "médicas". Morí sabía, que al igual que él, Chūya poseía heridas internas, que incluso aún sangraban cómo las palmas de sus manos con el vidrio de aquel vaso.

No supo porque, tal vez debido a todas aquellas heridas que no conocía, incluso probablemente por la herida de Dazai, la cual profunda, no hacía más que desesperar al menor; Chūya rompió en un llanto, que había estado luchando por contener, lleno de una angustia que parecía haber estado cargando por años.

Morí no se movió, simplemente lo siguió abrazo, sosteniendo, en un deseo de cuidarlo y protegerlo.

En un deseo de arreglar aquello.

Aquello que había hecho.

A aquella persona.

Morí no podía odiar a Dazai, porque a pesar de ser quien provocará aquello en Chūya, había sido él, en realidad, quien inició todo. Por ende, el pelinegro comenzaba a sentir cierto remordimiento hacía si mismo.

"Lo siento".

Quería decirle.

"Perdón".

Rogaba en su cabeza.

"Fue mí culpa".

Decretaba.

"Discúlpame".

  Pero por más que pidiera perdón, no lograría solucionar todo aquello.

Solo podía desear que el menor llorara todo lo que le dolía.

Que llorara todo que necesitaba llorar.

Que llorara todo aquello que lo aprisionaba, para así ser libre.

Que llorara.

Que llorara.

Y que llorara.

Pero una parte de él, sabía que el menor no solo lloraba por lo que lo atormentaba ahora, sino por todo aquello que no había podido sacarse de encima en el pasado. Y sabía también, que incluso no lloraría todo lo necesario, sino que se quedaría con una parte de eso, de ese dolor.

Espero entonces, que el guardar aquel dolor lo ayudará a seguir adelante.

El diablo no negociaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora