El secreto de la mansión Nibunoichi

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 Ranma ½ no me pertenece.

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Fantasy Fiction Estudios

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El secreto de la mansión Nibunoichi

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Akane suspiró y se cruzó de brazos. Ladeó un poco la cabeza, descruzó los brazos y se acomodó un mechón de corto cabello detrás de la oreja. Volvió a suspirar y miró la escultura con más atención, después movió la cabeza para mirar alrededor. Trozos de madera, grandes lonas de nylon y diversas herramientas estaban desparramadas por el suelo del segundo piso de la mansión, en lo que llamaban «la sala verde», aunque hacía rato que las paredes ya no eran de ese color.

Se dio la vuelta y paseó por el amplio cuarto. Los ventanales estaban abiertos y los pesados y oscuros cortinajes descorridos. La luz de la mañana entibiaba los pinceles que estaban tirados con descuido sobre la larga mesa central. Había también allí latas pequeñas de pintura, lápices de todos los colores y tamaños, muestras de papel tapiz, cuadernos y papeles sueltos, que se agitaron con la brisa de la primavera. Akane se movió desde la estatua hasta la enorme pintura que ocupaba la pared del fondo de la sala, y después volvió. Contó los pasos. Luego giró para ir desde la estatua hasta la puerta doble que llevaba al pasillo.

Se volvió a mirar de nuevo la escultura.

—Definitivamente te has movido —le dijo a la piedra gris y antigua.

Se preguntó quién le gastaba esa broma todas las mañanas, por qué, e incluso cómo. Todas las noches cuando se iba a casa cerraba con llave esa sala, pues dejaba todas sus cosas dentro, para no tener que transportarlas de nuevo al otro día al volver a trabajar a la mansión. La señora Kuonji tenía una llave de repuesto, por supuesto, ya que era la dueña de la casa, ¿pero por qué movería la estatua?

Quizás los trabajadores, aunque tampoco tenía sentido. Si querían hacerle una broma había muchas otras maneras. Tal vez tenía que aceptar que se estaba volviendo loca, porque empezaba a creer que la estatua se movía sola. E Incluso allí, en pleno día, con los ruidos de los carpinteros y los albañiles viniendo del piso de abajo, Akane tuvo un estremecimiento. Un rayo de sol atravesó la ventana y dio justo en la cabeza de la estatua, bañando su frente y cayendo perpendicular, iluminando sus ojos, haciéndolos ver casi como si brillaran con verdadera vida.

Agitó la cabeza y soltó una risa.

—Basta, Akane, no creas en cuentos de hadas —se dijo.

La mansión Nibunoichi se hallaba en una colina alejada del centro de Kioto y desde niña, Akane había soñado con penetrar por sus puertas y recorrer lo que imaginaba que sería un lugar mágico, un tanto tenebroso, lleno de muebles antiguos y patios encantados. Su hermana Nabiki solía inventar historias de fantasmas antes de irse a dormir, todas ambientadas en aquella vieja mansión, con monstruos que se levantaban de sus tumbas y seres alados que chupaban la sangre. Akane nunca imaginó que al convertirse en arquitecta y especializarse en la restauración de casas antiguas, un día sería contratada para devolverle la vida y el señorío precisamente a la mansión Nibunoichi. Y que podría, a los 33 años, cumplir su sueño de la niñez.

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