10. Sesenta memorias perdidas

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Le despierta la suave luz que se cuela entre las persianas. No sabe que hora es pero debe ser pronto porque la luz anaranjada augura solo un amanecer cálido. Se da la vuelta en la cama hacia el otro lado y rápidamente recuerda todo, cuando el olor se le clava en las fosas nasales.

No es su cama, no debería estar tan a gusto durmiendo ahí, pero la verdad es que lo está. No se atreve a abrir los ojos, la última vez que durmió con el olor de Raoul inundando todo, se despertó completamente solo y no le gustó la sensación. Así que ahora, que siente que su relación ha avanzado más en unas horas que en las últimas semanas, no se atreve a llevarse otra decepción. Aprieta más fuerte los ojos, evitando la tentación de abrirlos, hasta que oye un cajón abrirse y una puerta cerrarse. Hay alguien más en la habitación.

Abre lentamente los ojos, orientado hacia el lado por donde ha venido el ruido, la penumbra reina en la habitación pero distingue la silueta de Raoul. Tiene el cabello algo húmedo y lleva unos pantalones negros de traje que le caen abiertos hasta la cadera. La camisa blanca que lleva está abierta mientras él, meticulosamente, se coloca unos sencillos gemelos en los ojales de las muñecas, observándose en un espejo de cuerpo entero. 

—Buenos días. —Agoney siente la voz rasposa de no haberla utilizado en toda la noche.

Raoul levanta la cabeza y lo mira a través del espejo, conectando sus miradas y manteniéndolas ahí durante unos minutos. Continúa abrochándose lentamente los botones de la camisa hasta que termina, metiendo las faldas de la misma dentro de los pantalones y cerrándolo con suavidad.

—Tengo que ir a la oficina. —No se molesta en girarse y provoca a la inseguridad de Agoney a hacer acto de presencia.

—Vale. —Agoney titubea un poco, no se esperaba que le llevase el desayuno a la cama, pero tampoco esperaba esa indiferencia. —Dame dos minutos que me visto y me voy contigo.

—No... No hace falta. Puedes dormir un rato más y desayunar e irte cuando quieras...

Agoney sonríe porque le parece hasta tierno verlo así. Donde él veía hasta ahora un hombre serio y reservado, empieza a ver a un chico inseguro con sus propias debilidades.

—Vale. —Es la simple respuesta que le da Agoney, observando cómo evita mirarle mientras busca la americana por toda la habitación.

—No suelo desayunar mucho pero si quieres te puedo hacer un café.

—Un café suena increíble, Raoul.

El chico rubio se detiene en el umbral de la puerta, dándole la espalda a Agoney que se ha sentado ya y busca con la mirada donde han quedado sus pantalones.

—Perdona. —Agoney detiene sus movimientos ante las palabras de Raoul. —No sé qué hacer en estas situaciones. Nunca...

—No pasa nada, Raoul. Me gusta el café con mucho azúcar y poca leche. —Sonríe y espera que el rubio se gire para mirarle y no puede evitar sonrojarse cuando lo hace y le devuelve la sonrisa tímidamente.

Ve a Raoul desaparecer por el pasillo y se apresura en vestirse y calzarse. Se cuela en el baño de la habitación y se intenta arreglar el nido de rizos que tiene en la cabeza. Se siente desaliñado y necesita una ducha para la que obviamente no tiene tiempo. Sale a la cocina con seguridad, después de haber respirado profundamente dos o tres veces en el baño. Debe mostrarse seguro ante Raoul, bastante se doblegó la noche anterior como para volver a hacerlo. Le gusta la sensación de que controla la situación aunque sepa que no lo hace para nada.

Ver a Raoul moverse por su cocina es algo que le fascina. Nunca ha tenido la oportunidad de desayunar en casa de un lío. Siempre ubicado en la clandestinidad con todas sus parejas. Le gusta ese nuevo descubrimiento. Se sienta en el mismo taburete alto que la noche anterior y carraspea un par de veces para que Raoul sepa que ya está ahí. El rubio no sonríe, de hecho, no le ha visto sonreír abiertamente desde que lo vió la noche anterior así que evita hacerlo él también, no queriendo incomodarlo.

KudhabiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora