𝟏. 𝐄𝐥 𝐥𝐢𝐛𝐫𝐨

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|EVE|

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El primer día de clase solía ser muy distinto para los alumnos. Había algunos que se lo tomaban con alegría por el pequeño detalle de reencontrarse con sus amistades, esas que aparcaban antes del verano y que retomaban a la vuelta. Muchos otros acudían bajo un estado de nervios por diferentes motivos, desde el bullying hasta el ser nuevo en el centro escolar. También se encontraban los que se lamentaban por no haber disfrutado del todo esas vacaciones de verano que creían que serían eternas. Y no íbamos a olvidarnos de los que ni siquiera acudían el primer día porque lo encontraban algo absurdo o porque aún seguían con resaca tras haber asistido a un botellón.

Yo era de las que creían que el verano era eterno y se lamentaba por no haberlo saboreado mejor. Aunque no podía quejarme. Por suerte esa era mi posición, y no ninguna otra de las que mencioné. No iba a tener que enfrentarme a ninguna novedad que me hiciera sentir vértigo. Hacía tiempo que pasé por eso de ser la nueva en clase y por suerte ya estaba acomodada. Pero pensándolo bien, ese día podía llegar a convertirme en una de las que no asistían al primer día de clase, y no por una resaca, sino porque estaba condenada a vivir con un odioso enemigo que no me daba cuartel alguno; madrugar. Odiaba madrugar por encima de todo. Y odiaba ese maldito sonido que despertaba mi malhumor. Y nunca mejor dicho.

El sonido del despertador zumbó por todo el cuarto. Era la cuarta vez que lo hacía. Y en las cuatro veces que lo hizo, sentí angustia de tan solo oírlo. Me tenté a alcanzar el móvil y lanzarlo contra la pared para dejar de escucharlo, hasta recordar que después mi madre no podría comprarme con facilidad otro nuevo. Así que opté por lo más lógico y sensato. Alcanzarlo y apagarlo.

Me incorporé en la cama, sentada, y me llevé las manos a la cara. Largué un profundo suspiro, me froté el rostro un par de veces y estiré el brazo para tantear la mesilla. No me hizo falta más que dos segundos para localizar mis gafas de pasta allí mismo. Separé las patillas para abrirlas y me las coloqué correctamente sobre la nariz. Ya lograba ver todo con mayor claridad, libre de figuras difusas y bultos borrosos en la lejanía.

—¡Eve! ¡Despierta!

—¡Ya lo estoy!

Ahí estaba mi hermana, entrando por la puerta con total confianza, como si mi habitación fuese de su propiedad. Estaba uniformada, con su oscura melena recogida en una alta y asfixiante coleta que parecía sostenerse gracias a los dos kilos de gomina que se había esparcido por el cabello. Se cargaba una mueca seria y borde, como siempre. Y parecía estar impaciente por algo que no me molesté en descubrir.

—Mamá me ha dicho que te despierte para que me lleves al cole —informó.

—Vale. Enseguida estoy lista.

—Y dile a tu amiga que deje de comerse todas las tostadas.

Se marchó dando un fuerte portazo, uno que terminó de despertarme.

𝐔𝐧 𝐁𝐞𝐬𝐨 𝐈𝐧𝐞𝐱𝐩𝐞𝐫𝐭𝐨Donde viven las historias. Descúbrelo ahora