Capítulo dos: Suturas.

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Aemond no murió esa noche. Ni la siguiente.

Luke tuvo que ir a su pequeña casa y robar vendajes a escondidas de sus padres. Estos no le habían cuestionado porque no se percataron, y cuando preguntaron hacia donde se dirigía Luke balbuceó un:

—Daré una vuelta por la costa, me ha estado doliendo un poco la cabeza —era mentira, Luke había dejado de sentir dolores por el accidente hacía muchas semanas—. Traeré madera.

Su madre —ella en realidad era una mujer un poco mayor a la que se le iluminó el rostro el día en que aceptó llamarla así—, lo observó por algunos segundos. Se llamaba María, baja y con un revoltoso cabello castaño habitualmente recogido con un pañuelo blanquecino. Las arrugas marcaban algunas fracciones de su piel tostada por el sol costero, pero nada le quitaba el aire jovial y generalmente feliz.

—¿No has logrado recordar nada? —curoseó, acercándose algunos pasos. Luke negó, inclinó la cabeza para recibir una caricia—. Llegarán eventualmente, solo debes ser paciente.

—Lo soy —aseguró, sosteniendo las manos de la mujer—. Tanto como es posible.

—Bello niño —aduló su madre, ampliando una sonrisa bonachona—. Prepararé sopa de pollo para mañana.

Luke se llevó un par de frutas.

También se hizo con una cantimplora con agua y algo de la comida que quedaba, que llegó fría.

Había situado al príncipe en un camastro viejo, y cubierto con un par de frazadas gruesas hechas de lana. Pero nada lograba mejorar su estado. Estaba pálido, oneroso y ardiendo en fiebre.

Aemond apenas abría el único ojo que poseía antes de que se cerrase de nuevo y volviese a caer inconsciente tras beber unos sorbos de sopa que entibiaba encendiendo una fogata.

El enorme dragón también se había movido. Cuando Luke volvió a la playa el día siguiente descubrió que solo estaba el agujero impreso en la arena, y una gran línea de arena rojiza por donde parecía haberse arrastrado. La siguió por un rato hasta dar con una cueva que había en la base de un acantilado. Decidió no entrar. La idea de estar demasiado cerca de esa bestia erizaba hasta el último bello de su piel.

Luke pensaba que cuando lograse recobrar la consciencia se daría cuenta de que lo había confundido. Entonces podría ver como actuar y si debería decirle a sus padres que uno de los príncipes más buscados de los siete reinos dormitaba en una cabaña abandonada a las afueras del pueblo que probablemente iba a quemar.

A la tercera noche despertó por algunos segundos.

—Mi dragón —balbuceó.

—Está vivo.

Aemond lo vio, algo fugaz bailoteó en el ojo abierto antes de toser y encogerse por el dolor.

—Estoy muriendo. . .

Después de eso no volvió a despertar hasta dentro de cinco días.

Luke hacía su vida aparte de cuidar al sujeto. Iba a pescar con su padre, cocinaba con su madre. Limpiaba peces, los vendía, y su padre le daba una pequeña ganancia por ello. Por lo general la juntaba, esos últimos días la gastaba en vendas limpias y comida.

El doctor comenzó a sospechar algo después de una semana comprándole insumos. Sus cejas pobladas y mandíbula barbuda estaban fruncidas en una expresión ceñuda.

—Si vienes un día más voy a comenzar a preocuparme, chico —dijo el hombretón—. ¿A quién cuidas con tanto ahínco?

Luke no era un fanático de las mentiras, pero en ese instante le salió bastante natural. El jugó con las vendas enrolladas y carraspeó.

Memorias [Lucemond] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora