Alturas

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Llevamos ya un mes en la isla, y supongo que ha llegado el momento de hacer balance de la situación. Empezando por lo negativo, y aunque ninguna de las dos se atreva a decirlo en voz alta, resulta cada vez más difícil mantener la esperanza de ser rescatadas en un futuro próximo. Es evidente que no nos están buscando por esta zona y que estamos lejos de cualquier ruta comercial o turística, porque en todo el tiempo que llevamos aquí no hemos visto ni un solo barco o avión pasar cerca de nosotras. Pese a ello, y tratando de ser positiva, señalaré algunos puntos a favor. El clima sigue siendo benévolo, Nat ha conseguido transformar nuestra cabaña en un lugar confortable y acogedor y el suministro de agua y alimentos está garantizado. Además de fruta y pescado, disponemos de cangrejos, mejillones y hasta percebes, y como quiera que cada vez somos más habilidosas, ahora tenemos más tiempo libre para charlar, descansar y darnos largos baños en el mar. Afortunadamente, nos llevamos bien y no surgen roces entre nosotras que hagan la convivencia difícil. A veces, bromeamos diciendo que, de haber naufragado ella con Miki o yo con Joan, probablemente a estas alturas nos habríamos separado y tendríamos que vivir cada uno en un extremo de la isla. Espero que eso nunca nos pase a nosotras. 


***

 Como hacemos a diario, nos disponemos a pasar la tarde tumbadas en la arena y bañándonos en las aguas cristalinas y repletas de pequeños peces de vivos colores. Hace días que vivimos completamente desnudas, y el aire y el sol han curtido ya nuestros cuerpos haciendo desaparecer cualquier señal de que haya habido alguna vez un bañador sobre nuestra piel. Ahora, mientras camino a su lado, me cuesta no reírme de mi pudor de los primeros días, cuando estar en cueros junto a Nat me producía una inquietud inexplicable. Nos hemos acostumbrado de tal modo a vivir así, que ya hemos comentado las dos en alguna ocasión cuánto nos costará tener que vestirnos el día que volvamos a la civilización. —¡La última en llegar al agua limpia la cabaña! Por suerte para mí, poco hay que limpiar cuando se vive directamente sobre la arena y se duerme sobre un colchón de hojas secas porque, como siempre, las largas piernas de Nat le permiten tomarme la delantera y zambullirse antes que yo. —¡No vale, has hecho trampa! —¿Trampa yo? Tienes que estar más atenta. Traviesa, Nat me salpica sin atender a mis protestas y, después, se acerca a mí y se cuelga de mis hombros para sumergirme a traición, pero entonces yo me zafo y con un gesto instintivo trato de sujetar su cuerpo con fuerza. Abrazadas, giramos en el agua, sus muslos entrelazados con los míos y sus pechos presionando sobre mi costado. Unas veces es ella la que está arriba, otras, soy yo la que consigue salir victoriosa. Durante un rato maravilloso, solo se oyen risas y gritos alborotados. Es como si nos hubiéramos convertido en dos niñas que, ajenas a los problemas terribles que las rodean, simplemente pensaran en divertirse y ser felices. —Me vas a ahogar —protesto una de las veces—, déjame respirar. Es solo una estrategia porque, cuando ella me suelta preocupada, aprovecho para subirme a horcajadas sobre su espalda y hago presa con fuerza rodeando sus hombros con los brazos. —Eres una tramposa —me reprocha mientras se sumerge para que mi peso sea más llevadero. Cómodamente instalada, me dejo arrastrar por Nat, despreocupada por el modo en que mis pequeños senos presionan contra su espalda. Mi rostro, sobre uno de sus hombros, queda tan cerca del suyo que nuestras mejillas chocan la una contra la otra. Sus manos sujetan la cara inferior de mis muslos, que se acoplan sobre sus caderas. —¿Vas bien ahí? —Mucho. —Pues prepárate. Mi amiga se sumerge por completo. He tenido el tiempo justo de coger aire, porque durante muchos segundos las dos buceamos, ella avanzando y yo aprovechándome de su esfuerzo. Al salir a la superficie, se mueve a un lado y a otro tratando de liberarse en vano. —Eres mi montura —digo con malicia muy cerca de su oreja. —No seas mala, suéltate. —Nada de eso. Quiero que me lleves así hasta el campamento. Nueva inmersión, aunque esta vez lo esperaba y he tenido más tiempo para coger aire. —¿No te da pena de mí? —pregunta mimosa mi víctima cuando volvemos a sacar la cabeza del agua. —Ni una pizca. Llévame hasta el campamento. Cuando caminamos por la arena, tardamos poco más de cinco minutos en llegar a nuestra zona favorita de la playa, pero haciendo el recorrido por el agua y conmigo encima, el esfuerzo es mucho mayor y el tiempo necesario se triplica. A pesar de ello, la temperatura del mar y el hecho de no tener nada que hacer juegan a mi favor, de modo que Nat obedece y me lleva mansamente hacia la cabaña. —Eres una explotadora. —Lo sé —admito mientras reposo con pereza la cabeza sobre su hombro. Un nuevo intento de inmersión para deshacerse de mi abrazo provoca que me agarre con más fuerza. En el forcejeo que sigue bajo el agua, mi mano derecha hace presa accidentalmente sobre uno de sus pechos. Su tacto es firme y suave, y lo he soltado como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Notar por un segundo la dureza de su pezón sobre mi palma me ha producido una inseguridad difícilmente explicable. Cuando de nuevo emergemos las dos, ninguna hace comentario alguno sobre lo sucedido. —Está bien, te llevaré hacia allí, pero esta me la pagas. —No sabes el miedo que me das. Subida siempre a lomos de Nat, me dejo arrastrar despacio hacia nuestro campamento. El Sol brilla en lo alto calentando nuestros cuerpos pero sin ser abrumador, las aguas que nos rodean son cálidas y transparentes y el entorno que nos envuelve parece sacado de una postal. A veces, siento que no es tan malo estar aquí.

NáufragosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora