La balsa

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 Durante la semana que sigue, masturbo a Natalia todas las noches sin excepción. Es como si no se tratara de sexo; se diría más bien que forma parte de una especie de terapia, una manera de terminar el día que sé que ayuda a relajarse a mi compañera y que la hace sobrellevar mejor la dura encrucijada en la que ambas estamos atrapadas. Dos o tres veces ha intentado devolverme el servicio prestado, y dos o tres veces he vuelto a rechazarla con firmeza. ¿Por qué? Estamos solas, fuera del mundo y, aunque no me atrevo a decirlo en voz alta, una parte de mí sospecha que ya nunca seremos rescatadas. Entonces, ¿por qué no me dejo llevar como hace ella? Ni siquiera me parece que lo que tengamos sea una relación lésbica. Se trata simplemente de, en la oscuridad de la noche, dejar que una mano cálida y afectuosa te ayude a olvidar durante unos minutos el brutal cambio que ha experimentado nuestra vida. ¿Qué tiene de malo? ¿A quién podría hacer daño algo tan inocente? Las dos sabemos perfectamente que nuestra actividad nocturna terminaría para siempre en el mismo momento en el que fuésemos rescatadas. ¿Qué sentido tendría ya? Sin embargo, no dejo que Natalia me toque e, incluso, he dejado de recurrir a la autosatisfacción. Es como si estuviera bloqueada, como si una fuerza interior me avisara de un peligro, y lo peor es que mi yo consciente no es capaz de determinar exactamente de qué se trata. Así, las jornadas siguen pasando con una rutina nueva que empieza a ser costumbre. Por las noches, los gemidos de Natalia rivalizan con el canto de las aves salvajes; durante el día, ninguna de las dos hace referencia a lo que ocurre en la cabaña antes de dormir. Es como si hubiéramos llegado a un acuerdo al respecto sin necesidad de usar las palabras. Quizá se debe a que hay cosas que es imposible explicar. Simplemente, hay que vivirlas.

—Con estos gusanos es muy sencillo atrapar los peces rojos, esos que tanto te gustan. ¿Ves? Los colocas así y... —Por dios, qué horror. El pobre gusano está vivo. —No me seas remilgada Alba. Es el gusano o nosotras, elige. Natalia se ha empeñado en enseñarme a pescar, así que aquí estamos las dos, desnudas en su roca y tostándonos al sol mientras intenta que preste atención a sus palabras. —No creo que sea capaz de hacerlo nunca, ¡qué asco! Debo reconocer que, como en tantas otras cosas, en esto dependo totalmente de mi amiga. Es siempre ella la que pesca, limpia y prepara las capturas. La idea de tocar un pez vivo que trata de escapar me produce escalofríos, y no digamos ya lo que siento al pensar en abrirle en canal para retirar las vísceras. —¿Sabes qué? Me rindo, prefiero que esto lo hagas tú. —No seas niña Alba. Es importante que las dos sepamos hacer de todo. Últimamente, tengo la sensación de que ambas estamos aceptando la idea de que vamos a estar aquí para siempre. Por eso suceden ciertas cosas que parecían impensables por las noches, y por eso ahora Natalia insiste en algo que a todas luces a mí me resulta desagradable. —No veo la necesidad de... —Imagina que me pongo enferma. ¿Quién conseguiría entonces el pescado? —¿Y por qué ibas a ponerte enferma? Tienes un aspecto muy saludable. —Gracias, tú también. Estás muy guapa, tan morena y... Pero no me cambies de tema Alba. Si yo faltara alguna vez...

Creo que ella se ha asustado tanto como yo por lo que implican sus últimas palabras. Durante un segundo, nos hemos mirado fijamente a los ojos, y puedo decir con total sinceridad que nunca me había sentido tan conectada a nadie. A medias aterrada y a medias francamente enfadada, he apretado la mandíbula antes de contestar: —Escúchame atentamente. No vuelvas nunca a decir nada parecido, ¿me entiendes? Tú no vas a faltarme jamás. Te lo prohíbo. Sorprendida, me doy cuenta de que el corazón me late a toda velocidad. La mera idea de quedarme sola aquí me impide respirar con normalidad y me hace ser plenamente consciente de que nunca he necesitado a nadie tanto como ahora necesito a Natalia. Y, por el brillo que despiden sus hermosos ojos azules, creo que ella está sintiendo algo muy parecido con respecto a mí. —Tienes razón —susurra finalmente con una sonrisa—. Es una bobada que te enseñe a pescar. Para sellar la paz, nos cogemos de la mano y, abandonado la roca donde mi compañera pasa casi todas las mañanas, nos dirigimos a la playa. Allí, nos hemos dejado mecer en silencio por las olas durante mucho tiempo. Hoy vamos a estrenar la balsa, y estamos tan excitadas como si se tratase de todo un acontecimiento. Nos ha llevado semanas reunir los troncos apropiados y atarlos fuertemente con unos nudos que no sé dónde ha aprendido a hacer Natalia; mi compañera parece a veces toda una loba de mar. El resultado final es bastante modesto, pero dar una vuelta alrededor de la isla se nos antoja una aventura maravillosa, que servirá para romper la rutina y hacer algo diferente, lo que no es poco.

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