La cabaña

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 Como suele ser habitual, cuando me despierto al día siguiente Natalia no está a mi lado. Mi amiga siempre se duerme mucho antes que yo por las noches, pero a cambio se levanta de un salto y con una energía desbordante por las mañanas. Hoy, cuando salgo de la cabaña, me la encuentro muy atareada con su traje de neopreno. Todavía quitándome las legañas, observo que ha cortado una de las piernas del traje y está haciendo algo con el material obtenido y una liana. Cuando le pregunto al respecto, Natalia alza la cabeza hacia mí y me explica: —He pensado que podría ser útil atar una liana a la muñeca para empujar la balsa, y poniendo un poco de neopreno alrededor de la piel evito que la cuerda nos haga herida, ¿lo ves? A modo de demostración, pone sobre su propia muñeca una de las cintas de neopreno que ha cortado de su traje y, sobre ella, ata con fuerza una liana. Evidentemente, su piel no sufrirá daño alguno y podremos arrastrar cualquier objeto con mayor facilidad pero, ¿para qué querríamos hacerlo? —Ya se me ocurrirá algo —contesta cuando le pregunto. Es evidente que ella necesita estar haciendo cosas constantemente, mientras que yo tiendo más a tumbarme en la arena y dejar que el tiempo pase sin más. —Tienes ahí un poco de fruta y unos cangrejos asados, yo ya he desayunado. La observo trabajar mientras como en silencio. Sentada de cualquier forma, con los poderosos glúteos manchados de arena de playa, el pelo revuelto y tan morena que cualquiera juraría que jamás ha usado ropa alguna, parece una salvaje sacada de una película de aventuras. Una salvaje indómita y terriblemente hermosa. Cuando termino mi desayuno, me incorporo y la miro fijamente hasta que se da cuenta. —¿Qué plan tenemos para hoy? —Ya he conseguido un par de peces para comer. Podemos pasar la mañana en la playa y bañarnos, si quieres. Así es Natalia. A su lado, mi vida está resuelta, casi se diría que estoy en un resort de vacaciones con todo incluido. Carraspeando, esbozo una media sonrisa: —Me parece bien. Pero supongo que de algún modo tendré que pagarte por tus servicios —digo señalando los restos del desayuno, la leña apilada junto a la hoguera y los peces colgados boca abajo de un trípode hecho con ramas. —Vaya, ¿y has pensado en algún modo de pagarme? Despacio, me acerco a ella, me siento a su lado y le quito las cuerdas y los restos de neopreno con los que está trabajando. Quiero que sepa que no estoy enfadada, quiero que no se sienta culpable por necesitar cosas de las que yo no preciso. Por una vez, deseo ser yo la que toma la iniciativa y le da placer sin que tenga que pedirlo. Cuando mi mano se cuela traviesa entre sus piernas, Natalia suspira, apoya los codos en la arena y se pone cómoda. El resto es tarea mía. —Ni se te ocurra, ni... Sin hacer caso a mis protestas, Natalia aprovecha el factor sorpresa, me ataca por detrás y me sumerge durante unos segundos. Cuando consigo salir a la superficie, está ya lejos de mí, y solo puedo gritar a modo de venganza:

—¡Te vas a enterar! Ya te pillaré yo a ti despistada. Estamos de un buen humor extraño esta mañana. Risas, carreras dentro del agua... Natalia ha fabricado una especie de pelota usando hojas de una planta dura y consistente y hemos pasado media mañana lanzándonosla una a la otra parcialmente sumergidas en el mar. Cada vez que mi amiga saltaba para devolver el golpe, sus perfectos senos saltaban con ella, y desde mi sitio podía ver perfectamente la dureza de sus pezones, excitados por el contacto con el agua. Sí, a veces, es como estar de vacaciones, y sé por experiencia que hay que tratar de aprovechar estos momentos buenos, porque enseguida todo girará y veré el futuro con miedo y aprensión. —Estoy agotada, ¿nos tumbamos un poco? Al principio, me costaba echarme directamente sobre la playa. Sin toalla, el cuerpo entero se te llena de arena y luego es necesario meterse de nuevo en el agua para tratar de remediarlo. Ahora, después de tanto tiempo, me tumbo boca abajo cuan larga soy y me siento tan confortable como si tuviera debajo la más mullida de las toallas. Natalia, por su parte, se sienta a mi lado y, abrazando sus propias rodillas, se queda mirando al mar mientras yo descanso. —¿Sabes qué? Con la frente apoyada en mis propios antebrazos y los ojos cerrados, aguardo a que me explique lo que sea que esté pensando.

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