La isla

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Al principio, nadie se asustó. El capitán del barco de alquiler nos explicó que las tormentas tropicales son frecuentes en el Pacífico y que esta ni siquiera nos iba a pasar cerca. Teníamos tiempo de sobra, por tanto, para que todo el mundo pudiera realizar la inmersión que la agencia había prometido. Éramos doce personas a bordo, si no recuerdo mal. Nueve turistas, el capitán, y los encargados de ayudarnos a ponernos los trajes de buceo y las bombonas de oxígeno. Durante dos horas que después resultarían fatídicas, continuamos por tanto deleitándonos en la contemplación de la fauna marina y los espectaculares fondos de la zona. Fue justo al iniciar la vuelta, cuando el barco viró para poner proa hacia el lujoso complejo hotelero del que habíamos partido, cuando el corazón se me heló en las venas. Nunca había visto un cielo semejante, de un gris amenazador que parecía un animal feroz dispuesto a lanzarse contra nosotros. Durante quince minutos, sin embargo, las bromas de unos y otros y las palabras del capitán, que parecía relajado, consiguieron que mantuviéramos la calma. Luego, de repente, sucedió todo en un instante: la lluvia salvaje, el crujido aterrador de las entrañas del barco y, finalmente, algo indeterminado que cayó sobre mí golpeando mi cabeza y haciéndome perder el sentido. Cuando volviese a abrir los ojos, mi mundo habría cambiado para siempre. 


***

 Lo primero que noto es un dolor de cabeza intenso, localizado especialmente en el lugar en el que sufrí el golpe. Cuando por fin mis ojos empiezan a ser capaces de enfocar con claridad, veo a Natalia, que me observa angustiada. Ayudada por ella, me incorporo y salimos del barco, aunque tal vez sería más apropiado decir que salimos de lo que queda de él.


¿Qué ha sucedido durante el tiempo que he estado inconsciente? Para empezar, mi último recuerdo data de las siete o las ocho de la tarde, y ahora el Sol está en lo más alto. ¿Es posible que hayamos pasado toda la noche a la deriva sin que yo me enterase de nada? Cuando le pregunto a mi compañera de infortunio, su respuesta me sobrecoge: —Hemos estado a merced de las olas durante horas. El timón se rompió y al capitán le fue imposible gobernar el barco. —¿Y... los demás? Imposible saberlo. Según me cuenta Natalia, entre varios me bajaron al único camarote de la pequeña embarcación cuando perdí la consciencia, y de ese modo lo que parecía una desgracia terminó quizá por salvarme la vida. —Hará un par de horas, el barco se partió en dos —me informa entre sollozos—. En ese momento yo había bajado a ver cómo estabas. Oí gritos, un ruido demencial... y ya no he vuelto a saber nada de ellos. Es posible que estén cerca, pero la tormenta ha podido arrastrarnos a cualquier sitio en direcciones opuestas. Es un milagro que tú y yo no nos hayamos hundido. Viendo los restos de lo que ayer era un bonito barco a motor para turistas, desde luego creo que debemos considerarnos afortunadas. El pecio ha quedado encallado a veinte o treinta metros de la línea de playa, y se ha mantenido a flote lo suficiente como para dejarnos sanas y salvas en lo que parece una isla perdida en la inmensidad del océano Pacífico. Todavía aturdida, me derrumbo sobre la arena y apoyo la espalda en una palmera. Natalia me mira con gesto preocupado y trata de esbozar una sonrisa tranquilizadora: —Quédate aquí. Voy a tratar de sacar todo lo que pueda del barco antes de que suba la marea. —¿Crees que es necesario? Enseguida llegará algún equipo de rescate. —Eso espero, pero nunca se sabe. Si las corrientes nos han desviado mucho del lugar en el que nos estén buscando, es posible que tengamos que pasar aquí la noche.



¿Pasar aquí la noche? Mi cara de desconsuelo ha debido ser un poema, porque mi amiga me mira con una sonrisa y, mientras me coge afectuosa la mano, trata de consolarme: —Lo peor ha pasado, cálmate. —Miki y Joan deben estar preocupadísimos. —Menos mal que ellos no vinieron con nosotras. Al menos sabemos que están bien. Es curioso cómo puede la suerte cambiar el destino de las personas. Después de una noche en la que nuestros respectivos novios se excedieron con los combinados del bar del hotel, a la mañana siguiente a Natalia y a mí nos fue imposible conseguir que se levantaran, por lo que decidimos hacer la excursión solas. ¡Ojalá nos hubiésemos quedado en la cama nosotras también! Como si pudiera adivinar lo que estoy pensando, mi amiga, que parece mucho más calmada que yo, vuelve a apretar mi mano y sonríe: —Tranquila Alba, seguro que nos encuentran enseguida. 

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