2 de noviembre.

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Los pájaros estaban inquietos, iban meciendo las ramas antes de despegar y alborotando todo el ecosistema una vez que lo hacían. 

Sus dedos surcaron el borde de la cerámica y perdió la mirada en el cielo mañanero de ese día. Sus ojos, más claros que hace un mes, se hundieron en el océano ámbar, en la luz que se colaba por la ventana. Fugaces estelas intermitentes intentaban atravesar las hendiduras de los árboles, demasiado frondosos para la época en la que estaban. El polvo, que se hacía paso en la sala, imitaba la bella nieve de invierno. Sin embargo, al final del día no era más que producto del efecto Tyndall.

Sin previo aviso, una gran ráfaga de viento azotó las copas de los árboles. Sin dudas, Noviembre comenzaba pisando fuerte.

Pero, mientras tanto, la taza de café solo humeó alrededor suya como salvoconducto al cigarro. El calor que desprendía, cerraba la intimidad de la sala a solo ellos dos. Los turbulentos zafiros se cruzaron con ese par de jaspees y se preguntaron si llegaría siquiera el día en que pudieran recuperar el brillo que perdieron, el que su hermano le arrebató al morir, cómo una especie de venganza al no haber podido hacer nada para evitarlo.

Entonces, con ese pensamiento carcomiendo las raíces, intoxicándolas, decidió quemarlo todo con un buen trago de café, notándolo de todas maneras demasiado amargo para las cucharadas de azúcar que le había puesto. Hizo una mueca, descontento, sin intentar siquiera ocultar ya el desagrado frente a su psicóloga.

— ¿Sabe Conway que estás acá?

Preguntó en un murmuro y vertió en su taza de porcelana uno de los sobres de azúcar que habían sobre la mesa ratonera que los separaba. Había decidido decorar la sala un poco a lo largo de las últimas citas, así podría acortar la distancia que había entre los dos.

Harris, con una cuchara, removió el té y esperó una respuesta por parte de Gustabo. El momento era más íntimo, más privado, que en anteriores sesiones, después de todo, ese día no tenía planeado tratar con Gustabo. 

Simplemente había sido él quien vino hacia ella.

Acarició la taza sin mucho interés. — No. — Susurró en el mismo tono, aunque realmente no había necesidad para que hablaran tan bajo. Nadie los iba a escuchar, era el lugar más seguro dentro de Los Santos. — Me ha traído Michelle.

— Ya veo, — Asintió y sorbió un poco del té negro. Ya le parecía raro que el Superintendente no le avisara de que fueran a venir. — ¿Y puedo saber a qué se debe eso?, ¿Ha sucedido algo entre ustedes dos?

Cruzó las piernas con calma, leyendo a Gustabo como un libro abierto, que desvió la mirada, aunque no incómodo. Ya era consciente de que no era un puto Dios y que siempre iba a haber gente que supiera qué le pasaba algo aún si intentaba poner el máximo esfuerzo por ocultar que no.

Debería de haber sido consciente de ello, porque, después de todo, Horacio fue el primero que supo leerlo.

— Le... Le robe la pipa a Conway y se ha enterado, ahora no me quiere ni mirar. La he cagado, Harris.

Confesó sin pensárselo mucho, tirando la mirada hasta los ojos de la doctora, que giró el rostro como un cachorro confundido.

— ¿Por qué le robaste el arma?

Preguntó genuinamente curiosa, sorbiendo el café intrigada. 

Gustabo había mostrado tener tendencias delictivas, una frecuencia a mentir preocupante y una gran habilidad para la manipulación, por lo que encajaba en muchos de los comportamientos que tenían los asesinos seriales, por poner un ejemplo. Sin embargo, esa muestra de culpabilidad, remordimiento, empatía y tristeza, junto a melancolía, tiraba todo por la borda y la dejaba con la sola opción de atribuirlo a la simple y pura selección natural, además de una infancia conflictiva.

Until the end | Intenabo AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora