24 de octubre.

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No quería estar ahí, pero no tenía otra opción. 

Fue lo que pensó y lo que utilizó Gustabo como razón de peso para no mandar todo a la mierda y pirarse de la isla. Porque, aunque le jodiera, sabía que tenía que darle al menos una oportunidad al psicólogo, ya fuera porque reconocía que no era la persona más sana mentalmente de la isla o porque sino Conway se encargaría él mismo de cogerlo por el cuello y arrastrarlo hasta la clínica, pero no sin antes haberlo hecho por toda la ciudad, atado a un coche como a Mussolini. 

Y tenía que admitir que estaba parcialmente molesto por la decisión de Conway, de haberlo metido ahí a pesar de que le prometió que no lo haría. Sin embargo, también era consciente de porqué lo había hecho, aunque eso tampoco significaba que estuviera de acuerdo. 

¿Era irracional? Sí. ¿Mezquino? También. ¿Infantil? Por supuesto. Pero así era Gustabo y no le importaba en lo más mínimo lo qué pudieran pensar de él, porque como siempre se decía, la incomodidad de los demás era inversamente proporcional a la suya, por lo que la opinión popular no estaba precisamente entre sus prioridades ni tenía pensado hacerlo.

Así que no importaba cuánta gente le dijera que el psicólogo no era para trastornados, Gustabo creía en eso y él siempre se mantendría firme a sus ideales. 

Por lo que, sin más, se sentó en la típica butaca mafiosa de cuero que había en la sala y cruzó miradas con esos ojos miel. Dos ámbares fundidos en avellana, brillando muy de vez en cuanto en una tonalidad miel que le ponía los pelos de punta. Cruzó las piernas y sonrió cordialmente, entrelazando los dedos y dejando de lado su libreta de anotaciones. Era una mujer pelirroja de tez blanca, con dos brillantes soles por ojos y con una bata blanca cubriéndole el uniforme de EMS.

Gustabo por su parte solo tensó la mandíbula y se quedó unos segundos más en silencio. No le gustaba, no le gustaba que el silencio reinara en la sala de esa forma, porque le resultaba incómodo y entonces sentía la imprudente necesidad de rellenarlo de alguna forma. 

Sin embargo, no se le ocurría nada.

— Bien, García- — Exhaló por la nariz con tranquilidad. — ¿O quiere que le llame por el nombre? Como usted quiera.

Gustabo frunció el ceño. Complaciente. Pensó instintivamente, como si él fuera en realidad el psicólogo aquí. 

— Llámeme por el nombre, a mí no me van las formalidades, señora...

— Harris. Lara Harris. — Pausó, marcando el acento argentino que parecía caracterizarle. — Encantado, Gustabo.

Asintió, pero no dijo nada más y simplemente se recostó en la butaca, expectante de cómo iba a continuar la conversación. Harris no parecía estar incómoda en lo absoluto, cosa que solo sacó más de quicio a Gustabo, pues no sentía que tuviera realmente las riendas de dicha charla como usualmente hacía. 

La psicóloga parecía ser consciente de ello, ya fuera porque lo estaba exteriorizando demasiado o porque era común en su trabajo. 

— Gustabo, le veo tenso, ¿Será porque no le agrada estar acá?

— Sí, esto es innecesario.

Burló, porque, después de todo, estar en el psicólogo era relativamente parecido a confesarse en una iglesia, solo tenía que decir la verdad, ¿No? Pues eso haría, incluso si parecía borde.

— ¿Y por qué cree que es 'innecesario'?

— Porque yo no estoy mal de la cabeza.

La doctora arqueó una ceja. 

Until the end | Intenabo AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora