II

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A Camila no le costó anunciar al personal de Barry Stillman que ya podían meterse el trabajo donde les cupiera. Sin embargo, empaquetar todas sus cosas y cruzar el país en
coche en busca de una mujer que solo había visto una vez, que la atormentaba en sueños y que probablemente la odiaba a muerte fue el mayor riesgo que había corrido nunca.

Daba igual, se sentía bien. Había pasado más de doce horas en la carretera para cuando la silueta de Denver se perfiló en el cielo de última hora de la tarde. Camila consultó las indicaciones que habían de llevarla hasta Lauren. La doctora se merecía una disculpa y, puede que, por primera vez en la vida, Camila iba a hacer todo lo que estuviera en su
mano para arreglar las cosas con alguien a quien había herido sin merecérselo. Se incorporó con su camioneta negra a Speer Boulevard Sur y se puso en el carril central.
Entonces bajó la ventanilla y aspiró el aire veraniego, fresco y seco, tan diferente de la sofocante humedad que había en el Chicago donde había crecido. También era cierto que
todo le había parecido asfixiante mientras crecía.

Le costaba tanto pensar en sí misma como la abusona que había sido de adolescente, siempre enfadada con todo el mundo, como recordarse que ya no era así. Se había transformado y el cambio se lo debía a su profesor de arte del instituto, el Sr. Fuentes. Fuentes era un fideo y abiertamente afeminado, pero estaba orgulloso de ser como era y no había permitido que nadie lo intimidara. Ni siquiera había torcido el gesto al enfrentarse cara a cara con una furiosa Camila y, al mismo tiempo, nunca había hecho que ella se sintiera insignificante. Al contrario, Fuentes la había hecho creer en su pintura y en su talento. La había enseñado a canalizar toda aquella ira reprimida en su arte y la había ayudado a entender que la felicidad verdadera provenía del interior de una persona, no del exterior. Aunque Camila nunca había podido vivir del todo de su pintura, había hecho un par de exposiciones, había vendido algunos cuadros y, a sus treinta y cuatro años, aún creía en sí misma.

Fuentes se había ganado su respeto y más adelante también su admiración. A lo largo de los años le había dado las gracias en más de una ocasión, pero nunca había vuelto para disculparse abiertamente con la gente a la que había hecho daño y acosado en el instituto. Puede que haber cambiado de vida ya fuera bastante penitencia, pero la culpabilidad infinita que la atormentaba desde la adolescencia le pesaba en el corazón. Seguramente
una disculpa no bastaría para pasar página, pero era un paso en la dirección correcta. Además, cualquier paso que la acercara a la doctora Jauregui merecía la pena darse.

Si era sincera consigo misma, la oportunidad de arreglar las cosas no era la única razón que la había llevado a buscar a la delicada profesora, cuyo pelo sedoso y corto sería la perdición de cualquier mujer. Había también algo instintivo en sus actos: una sola noche en vela, recordando el suave aroma a lavanda de Lauren, sus brillantes ojos oscuros tras las gafas y su risa cristalina le había bastado para saber que tenía que volver a verla, porque si no lo hacía su recuerdo la perseguiría para siempre como si fuera una herida de
guerra. No podría evitar pensar en ella con una punzada de dolor y preguntarse qué podría haber pasado si las cosas hubieran sido diferentes.

Echó un nuevo vistazo al mapa arrugado que tenía sobre el asiento del acompañante y apartó de encima los envoltorios de Snickers que estaban hechos una bola. Si no iba
desencaminada, en menos que canta un gallo estaría llamando a la puerta de Lauren. Y si la fortuna estaba de su lado, la doctora accedería a escucharla.

***

Habían pasado tres días infernales desde su aciaga aparición en El Show de Barry Stillman. Enfundada en un enorme pantalón de chándal y sintiéndose como una mierda
empapelada, Lauren se sentó en el suelo de la sala de estar con las piernas cruzadas, frente a sus mejor amigas, Alexa Ferrer y Lucia Vives. Entre ellas, sobre la alfombra marrón oscuro, había varios platos llenos de comida casera: enchilada, puré de patatas, pollo con mole y una tarta de queso medio helada de Sara Lee. Eso sin mencionar la jarra de cóctel
margarita. Sin soltar el tenedor, las tres se tomaron un descanso colectivo del consuelo gastronómico. Lauren apoyó la espalda en el sofá forrado y posó sus manos en la barriga llena con un gemido. Se preguntaba con acritud si Camila Cabello también le diría que era preciosa si la viera en aquellos momentos.

Una mentira sin importancia (adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora