02. Lo que vale la pena

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Lucas

En las familias convencionales las visitas suelen ser familiares o entre amigos cercanos y por lo regular, se acostumbra hacer de la comida un momento confortable mostrando la sintonía serena del hogar, lo cual no era posible gracias a la invitada de hoy y sus constantes preguntas que añejaban algo más que disfrutar de la sopa de tortilla.

—Y ellos son mis únicos hijos –comentó mi madre señalando con la palma de su mano a Asher y a mi para presentarnos. –El pequeño Asher está por cumplir los dieciséis años y Lucas, que si no estoy mal, tiene la misma edad que tú hijo mayor. –añadió.

Las visitas jamás fueron algo incómodo para mí o para Asher, ambos crecimos acostumbrados a conocer a una nueva persona cada fin de semana. Algunos eran señores mayores con problemas para relacionarse con sus hijos, algunas veces eran niñas o niños pequeños acompañados, por lo regular, de su madre, adolecentes en rehabilitación, entre muchas otras innumerables vidas más.

Cada una de esas personas que se sentaban en esa silla tenía algo que había atrapado la atención de mi madre, casi siempre para mal, algunas de esas personas regresaban y otras no lo hacían más, no por descortesía sino porque de alguna manera les hacíamos sentir más solitarios que antes. Convivir con nuevas personas cada semana, de alguna manera te vuelve más abierto y al mismo tiempo más distante.

La invitada de hoy es Anna, una mujer de cuarenta años a la que mi madre le brinda terapia familiar y la ha tratado por casi dos meses, en el plan inicial su familia debía acompañarla pero a veces las cosas no salen como lo planeamos ¿verdad? Mientras mi padre comienza a relatarle a la señora un poco de su trabajo como arquitecto y mi madre se empeña en seguirle la mirada a la dulce Anna psicoanalizándola inconscientemente; Asher levanta la cuchara y la deja caer en su plato salpicando un poco la mesa.

Cuánto más avanza la conversación más me empeño por seguirle la mirada a Asher que voltea a verme de vez en cuando para hacer uno que otro señalamiento como cuando arquea las cejas para referir un punto o una sobre- actuación por parte de mi padre al intentar lucir sus habilidades que aunque eran ciertas, eran continuamente explotadas de más.

Ese era el lenguaje del pequeño Ash, para el las palabras no tenían validez.
Si bien había dejado aquel internado hace apenas dos años, Asher parecía tomarlo como una eternidad y es que de no ser por mi culpa, el hubiera podido salir de aquellas cuatro paredes el siguiente año, pero la verdad es que por más insoportable que fuera ese lugar para Asher, el jamás me lo echaría en cara, así es el. El mejor todo el instituto, mejores calificaciones, mejor desempeño pero su continúo carácter opacaba sus habilidades sobresalientes. Asher siempre fue un acertijo sin resolver.

—Pero así son los hijos ¿No? Complicados –repuso la señora Anna concluyendo una breve anécdota de un comportamiento irracional de su hijo menor, Ian. —¡Pero que digo! –resalto. —Ustedes no deben de tener problema con estos dos ángeles de aquí –finalizo la señora Anna apuntado con una mirada gentil a Asher y a mi.

Ninguno de los dos dijo nada, supuse que esperaba algún tipo de reacción o comentario que alabará la crianza perfecta a la que se nos asociaba por la reputación de mi madre. Levanté la mirada para echarle una sonrisa a la señora Anna, olvidando por completo aquel ojo derecho marcado todavía por un color más tenue que el morado. Sus ojos, que hasta ese entonces permanecían entrecerrados se abrieron más y apunto de preguntar que o quien había sido el causante del pequeño moretón Asher salió al rescate, como todo un hermano menor.

—No tiene de que preocuparse, no le hice demasiado daño al pequeño Lucas –añadió con una sonrisa burlona pero amigable que le saco una risita a la señora, puesto que era evidente que Asher apenas podría hacerme un rasguño.

Aunque fuéramos nosotros Donde viven las historias. Descúbrelo ahora