02|Chiara Harrison.

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Había salido de mi primera clase de Derecho Penal, y aunque estuve bien por un momento, al atravesar la puerta no supe hacia dónde ir.

Alexander se largó segundos antes de que la clase terminara en su totalidad. Me indicó su móvil, diciéndome que debía atender la llamada que parecía de urgencia, y se desapareció.

Las personas caminaban tan rápido que me mareaba; me parecía imposible meterme entre ellos y seguirles el paso acelerado, que demostraba lo apurados y alterados que estaban todos en ese ambiente.

Cuando lo intenté, choqué con una chica.

—Discúlpame —dije, apenada—. No era mi intención.

Me preguntaba si los malditos nervios que me generaba ver todo lo nuevo, haría que chocase con medio instituto, porque si era así, estaba comenzando de la manera más vergonzosa para una persona con ansiedad social.

—Ay, no te preocupes por eso —me respondió mientras guardaba un libro de psicología en su mochila—. Soy Susan Goldman, cariño, ¿y tú? —preguntó sin rodeos.

—Chiara Harrison —titubeé unos minutos antes de contestar—. ¿Eres nueva por aquí?

Ella no dejaba de sonreírme de una manera tan amable que, internamente, se lo agradecí. Era la única cara amigable que había visto desde que puse un pie en la universidad, después de aquel chico pelinegro.

—Sí, estoy cursando Psicología. Pero honestamente, no creí que la universidad fuese así de abrumadora. Creo que me volveré loca antes de tiempo —dijo rodando los ojos, al mirar a las personas que pasaban a las corridas por su lado.

—Creo que de aquí saldremos todos igual. Al estrés no le importa la carrera —respondí.

Susan asentía con la cabeza sin dejar atrás su buena energía. Su cabello se veía tan rojo con la luz del sol que entraba por las pequeñas ventanas del pasillo, y sus ojos negros resaltaban, llamando la atención de cualquiera que pasara por allí.

—¿Tienes algo bueno que rescatar de este primer día?

Pensé varios segundos la respuesta que estaba esperando atentamente.

—Creo que la clase tuvo una linda introducción —inspiré —, parece que el profesor es un poco estricto, pero estuvo bien. Y... que conocí a dos personas, incluyéndote —sonreí.

—Guau, ¿entonces mejoré lo que pudo haber sido un mal día? —preguntó con confianza.

—Así parece —respondí tímida.

Ambas nos dedicamos una sonrisa sincera que permaneció bajo el silencio que solo podíamos sentir nosotras dos.

—¿Te apetece ir a la cafetería conmigo? Las tripas me suenan del hambre que traigo encima —dijo, rompiendo el silencio que se había apoderado de la situación.

Me lo pidió tan amablemente que sentí ganas de querer conocerla un poco más allá de lo que ocultaban nuestras personas en un lugar como lo era el instituto. Además, me conocía y sabía lo difícil que me resultaba socializar. Probablemente, la razón por la que había logrado entablar una conversación con alguien que no fuera mi hermano era mi torpeza. Entonces recordé que mi madre solía decir que las mejores amistades son las que ocurren de manera inesperada y de la forma menos formal posible. Eso me dio ánimos para seguirle el paso.

Caminé a su lado, confiada en que ella sabía hacia dónde nos dirigíamos por lo segura que se veía, caminaba con firmeza y postura. Parecía una modelo en una pasarela.

Pero estuvimos dando vueltas en el mismo lugar durante diez minutos hasta que me confesó que nos habíamos perdido en el laberinto y que no tenía ni idea de dónde quedaba la cafetería; pensó que la encontraríamos con facilidad.

Cuando dejamos de sentir miedo. (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora