Era un día lluvioso cuando la vio por primera vez. Una chiquilla de no más de quince años, tal como él. La vio pasar como alma que llevase el diablo, ataviada en un sencillo vestido marrón. Cabellos rojos al aire.
El joven frunció la frente mientras una sonrisa se formaba en sus labios. Pasó corriendo junto a él y la brisa que dejó a su paso tenía un ligero aroma a amapolas y granos de café.
El muchacho, con un par de libros bajo el brazo, se apresuró a seguirla a través del campo verde inundado de rojo, por las amapolas que nacían y morían todos los días.
-¡Espere!-gritó el muchacho, con la suficiente emoción de seguirla en la carrera. Pero la joven de rizos sangrientos no se detuvo-¿Se encuentra bien?
Ella no contestó, y a él no le molestó seguirla.
-Podría ayudarla, si eso es lo que necesita. Sólo tiene que pedirlo.
-Aléjese-pidió la chica, batiendo escarlatas rizos que caían como gotas de chisporroteante fuego-Si me ven con usted el mundo se terminaría.
El joven frunció la frente. El abundante rocío de la mañana inundaba sus fosas nasales. Ambos se metieron por un camino empedrado que las amapolas cubrían. La inspeccionó un momento, y por su aspecto dedujo que se dirigía a la escuela del pueblo.
-¿Me conoce?-preguntó el muchacho.
-No, y la verdad no me interesa-aún no era capaz de ver su rostro.
-¿Y por qué no quiere que la vean conmigo?
-Es usted un muchacho-dijo ella, ya no corría, pero caminaba con la velocidad suficiente para que el joven tuviera que apurar el paso.
-Podría decirme al menos su nombre-pidió él. De una vez por todas, la muchacha frenó de golpe y se giró a él.
Una mañana neblinosa, fue lo que él vio en su rostro paliducho, una tarde tormentosa, fue lo que ella vio en sus ojos. Se quedaron estáticos. Era obvio que nunca en sus vidas se habían visto, de ser así hubiesen reaccionado a sus respectivas bellezas de manera diferente. No como si hubiesen subido a los cielos.
-Cordelia-ni siquiera lo pensó. Si hubiese tenido el raciocinio de antes de conocerlo, probablemente no hubiese contestado aquello. Pero era tarde, y el joven de ojos grises ya había guardado en su memoria aquellas ocho letras.
-Silverio-respondió él, no por amabilidad, sino por la inminente responsabilidad que lo había cubierto de pies a cabeza. La responsabilidad de no dejar pasar el oportuno momento.
-Bien, no me interesa su nombre...
-Es obvio que le interesa algo más, viendo cómo corre.
-¿Me ha visto correr?-Su voz era un manojo de agudos ofendidos.
-No por gusto, no había algo más que llamase mi atención.
-Es usted un cretino.
-Lo soy, si la he ofendido. Y le tiendo mis disculpas, esperando que me perdone.
Cordelia lo miró, meditando. Tenía la apariencia de un campesino, pero no hablaba como uno. Tal vez se tratase de un hombre letrado, lo cual era casi imposible, pues sólo había una escuela en cientos de kilómetros a la redonda, y ella nunca lo había visto en ningún asiento de madera.
Entonces bajó un poco más la vista y encontró un par de libros bajo su brazo. Cordelia contuvo el aliento.
Había sólo dos cosas en el mundo que la doblegaban y la hacían vulnerable: la curiosidad y los libros. Uniendo ambas cosas era posible que cayera en la perdición.
-¿Qué es lo que lee?-preguntó ella.
-Oh, no quisiera quitarle su tiempo con mis banalidades.
-Pues ya me lo ha quitado, persiguiendome de aquella manera, lo mejor que podría hacer sería responder.
Silverio sonrió. Una sonrisa pulcra y desordenada.
-"La poética de Aristóteles"-respondió él. Creyó ver una ligera mueca de confusión en el rostro de Cordelia, pero desapareció tan pronto como surgió-y "el nacimiento de la tragedia"
-Es usted un joven letrado.
-No mucho. No asisto a su elegante escuela.
-La casona de Dalia podrá ser todo, menos elegante.
-No lo sé. No estoy de acuerdo con usted.-cuando menos acordaron, ya estaban caminando entre el campo. Silverio la acompañaba, como si hubiesen hecho un acuerdo en silencio.-Hace un par de meses mi padre y yo vendimos una pintura, nunca vi algo tan hermoso como su escuela.
-¿Vendió la pintura a mi escuela?
-Sí, una abominación de azules y celestes.
-¿"Los arrebatos de un dios inepto"?-susurró ella. En otro tiempo, caminar junto a un desconocido le hubiese provocado un inmenso pavor, pero Silverio no le provocaba aquello. Cosa extraña, dadas las pintas que llevaba.
El cabello un poco más abajo de los hombros brillando en tonalidades oscuras. Llevaba ropa holgada: una camisa de lana, desteñida por el tiempo, y unos pantalones tejidos y ennegrecidos. Viéndolo, Cordelia podría deducir que trabajaba en el campo.
-Justo ese.
-Lo veo todos los días.-Admitió ella-Es hermoso.
-¿Lo cree?
-Lo creo.
Silverio se encogió de hombros. Podría decirse que se había resignado a seguirla hasta La casona de Dalia.
-No lo sé, a mi el arte nunca me ha parecido hermoso o feo o bello. Simplemente es lo que es.
Cordelia guardó silencio un momento. Si el joven la conociera, de seguro habría detectado el deje maravillado que se había apoderado de ella.
No la conocía y, sin embargo, sabía que tendrían muchos más soles y lunas para hacerlo.
En el futuro lejano y corto presente.
-A mí tampoco me gusta catalogar las cosas-admitió ella, tamborileando los dedos sobre uno de los cuadernos de tapa dura.
-No se trata de catalogar-respondió él, sonriendo con orgullo-Es pura abstracción.
-¿Usted diría que este campo es abstracto?-preguntó Cordelia, abarcando con la mirada el horizonte que los rodeaba.
-Me lo parece. Un lugar donde se pueden esconder muchos secretos.
Cordelia sonrió. Una sonrisa honesta acompañada de un ligero rubor.
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CAMPOS DE AMAPOLAS ©
RomanceUna carta enviada 20 años después del suceso que separó los caminos de sus vidas. Cordelia Tullie es una mujer casada que recibe la carta de su primer y viejo amor con la noticia de que necesita de su ayuda, obligándola a viajar al pasado de miles d...