CAPITULO 20

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La energía femenina incrementó su poder en los campos de amapolas con la llegada de tía San Trina.

-¿Puedo tomar algo de café? Para despertar.- había preguntado la mujercita, antes de saber acerca de la pronta visita de su queridísima tía, con una taza de porcelana bailando entre sus manos. Agustín la miró con todo el amor del mundo y, con una sonrisa, respondió:

-Ya sabes que no. Si quieres despertar lávate la cara.

-Ya lo hice papá.

-Entonces baila.

-Papá...

-Hija...

-De verdad necesito un café.

Agustín la miró como a punto de reprenderla, pero su sabiduría como padre y el entendimiento que tenía sobre Cordelia lo hicieron darse cuenta de que algo iba mal con su hija. ¿Temas amorosos? No quiso preguntar. No quería incomodar a su hija o a sí mismo.

-Sólo por hoy.- terminó Agustín, sin querer inmiscuirse en temas femeninos más de la cuenta. Los había logrado evadir desde la muerte de su esposa, diez años enterrados en el pasado de unas cuantas lunas.

San Trina llegó a medio día, mientras Cordelia cepillaba al caballo de su padre. Magnus, así lo había nombrado su madre y así lo había preservado su padre.

-Ay, esa niñita va a acabar con mis nervios. Nunca está cuando llego. Siempre escondida entre animales.

-Cordelia y yo hacemos lo mejor que podemos.

Agustín colgó el abrigo otoñal y viejo de la mujer, quien entró a la casa viajando los ojos por absolutamente cada rincón del lugar. Como buscando una imperfección a la cual aferrarse con dedos viejos e inexpertamente expertos en el arte juzgador.

Si viera a Cordelia hubiese lanzado escrupulosos ofendidos disfrazados de sabiduría por sus trenzas deshilachadas o por las nuevas pecas y manchas que surcaban sus mejillas. Incluso hubiese reprochado por el azul más intenso de sus ojos.

Algo que sin duda hizo cuando encontró a la muchacha merodeando en la cocina en busca de chocolate caliente.

-Muchacha insolente. Llevo dos horas esperando por Su majestad.- Cordelia se atragantó con el chocolate líquido y ardiente y se giró para encontrar a la dueña de aquella voz sepulcral.

-Tia San Trina.- saludó ella. Hubiese corrido a abrazarla, para hacerle compañía a su tono inocente, pero no era capaz de fingir demasiado. -No tenía idea de que vendría.

-Eso parece. De lo contrario hubieses tomado un baño.

Cordelia enmudeció mientras sus pecas se tornaban rojas como sus rizos despeinados y llenos de paja.

-No me gusta que esté aquí.- murmuró Cordelia a la mañana siguiente mientras recogía huevos para el desayuno. Agustín sostenía la canasta y fumaba opio en su destartalada pipa. Su esposa se la había obsequiado un par de años antes de morir. Y la había conservado como un viejo tesoro que lo ayudaría en sus noches de desvelo, como un pirata que ha viajado toda la existencia en la soledad del mar.

-No podemos hacer nada al respecto, Cordelia.- aseguró su padre, impregnando el aire de su aliento en forma de humo- Necesitamos a una mujer que apruebe mi manera de educarte.

No se lo decía a su Cordelia, pero Agustín pasaba la mayor parte del tiempo temiendo hacer las cosas mal. El peso de la paternidad era gigantesco y temeroso para un simple mortal como lo era él. Sin embargo no reprochaba...tener a Cordelia era tener el universo entero. ¿Quién despreciaría algo como eso?

Agustín amaría a cualquier hombre que amara a su hija en la misma intensidad en que él lo hacía.

-No creo que la tía sea una buena educadora de mujeres.

-¿Por qué lo dices?

Cordelia dejaba caer con sumo cuidado los huevos a la canasta que su padre mecía sobre una pierna. Las gallinas chillaban por doquier. El canto de la mañana, lo llamaba Agustín.

-Habla muy mal de mi cuerpo, y no creo que hacer eso con una señorita sea parte de "una buena educación". No creo que crecer rodeada de complejos por mi cabello o mis pecas o mis huesos pequeños sea una valiosa lección de vida.

Agustín miró a la joven un momento. Su mirada hablaba de la pureza del amor. Ese amor que había nacido con el nacimiento de las estrellas.

-El cabello rojo y esos increíbles ojos azules fueron lo primero de tu madre de lo que me enamoré. Que tú poseas su belleza no me parece que sea malo, en lo absoluto

A Cordelia se le iluminaron los ojos y hasta sus mejillas recuperaron el perdido color de la vida. Ya no se veía tan devastada.

-¿Y qué haremos con la tía?

-"¿Haremos?", Tú no harás nada más que tus deberes. Yo me encargo de los adultos.

Sin embargo, los padres no conjuraban milagros, y cambiar el pensamiento de piedra de una mujer solterona en edad avanzada no era un trabajo sencillo que acontecería de la noche a la mañana. Por lo que San Trina se enfureció una vez que Agustín hubo terminado de decirle las molestias de Cordelia.

-Un padre no debe escuchar a los niños, mucho menos si estos son chiflados.- había dicho la mujer con el semblante duro como su cabeza.

-No me parece que Cordelia sea una niña chiflada. Es una señorita que exige el respeto que se merece.

Después de aquel comentario, San Trina se molestó abismalmente y Cordelia comenzó a vivir el verdadero infierno de una generación que ni por asomo era la suya. Su tía se encargó de tratarla mal a espaldas de su padre.

-"Tu manera de coser es absolutamente espantosa".

-"Esas piernas delgaduchas no le gustarán a ningún hombre que planees tener de marido"

-"¿Es que esta muchachita no puede ser más callada a la hora de comer?"

Sin duda, sus vacaciones de invierno no serían gratas.

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