3. Islas malditas

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Aren despertó de golpe. abrió los ojos y miró a su alrededor, atontado. Estaba rodeado de ciprés de los pantanos de las que colgaban enredaderas arremolinadas, como si los árboles tuvieran una barba espesa compartida por todas. 

—¿Dónde estoy? —dijo Aren en un jadeo. Se llevó las manos a la frente, frotándosela, una hilera de sangre borbotaba de su cabeza. Se miró los dedos, manchados de su propia sangre. Observó a su alrededor, cayendo en cuenta de sí mismo—. ¡El barco! —gritó viendo al horizonte donde se asomaba el agua. No logró divisar nada por la neblina que tapaba gran parte de su vista, como si fuera un telón gris—. ¡Brina! ¡Las lanzas de piedra del Bordemundo! Se perdió todo. —Se palpó su cinturón, comprobando que aún contaba con su espada. Dio un suspiro de alivio—. No servirá contra el dragón, pero sí para defenderme de los engendros de esta isla. Trataré de alejarme lo más posible de la costa, no quiero volverme a encontrar a ese dragón. Bueno, más que un dragón parecía una serpiente. No le vi las patas ni mucho menos las alas. —Aren sacudió su cabeza, tratando de librarse de tantos pensamientos—. Ese dragón es el último de mis problemas ahora. Tengo que encontrar a Brina.

Aren se abrió paso a través de la ciénaga. Se le dificultaba caminar por el légamo del pantano. Tenía que caminar despacio y de manera firme, le recordaba mucho a caminar por la nieve, de no ser por el repugnante olor provocado por las aguas estancadas de aquel lugar.

Mientras caminaba, Aren, notó el sonido del algo. Primero comenzó como el sonido de hojas siendo mecidas por el viento, luego, un melodioso zumbido, quizá el canto de algún animal o algún insecto. Cuando caminó lo suficiente, supo que eso no era ningún sonido provocado por un animal o el viento, sino, el sonido de un violín siendo teñido.

El sonido se ocultaba entre los árboles secos y decaídos de color tizón. Un violín muy cercano se percibía. Pero Aren miraba a su alrededor y no encontraba la fuente de esta. Aren se dio cuenta que su mano tiritaba. Frunció el ceño mientras se ponía la capucha de piel de oso polar.

—¡Muéstrate violinista de estas islas olvidadas por los cuatro dioses! —gritó mientras desenvainaba su espada. Un sable de hielo puro. Un hielo salido de las entrañas del norte, su permafrost. Una espada que no corta con su filo, sino, con el frío de la misma—. Obsérvame bien, pues mi dios Tenror me ayudó a cazar a esta criatura que llevo sobre mí, ¿Qué destino crees que te espera si te enfrentas a mí? un hijo del invierno.

Pero no obtuvo respuesta alguna. El sonido del violín simplemente continuó. Los ojos azules de Aren se deslizaban de un lugar a otro. Sobre los troncos caídos, los juncos inmóviles y la espesa niebla que lo abrazaba. ¿De dónde provenía esa música? Trataba de agudizar su oído para tratar de seguirla, pero era inútil, sentía como si proviniera de todas partes.

Después de un rato, la melodía simplemente se desvaneció, como se desvanecen las semillas de un diente de león al soplar el viento.

Enfundó su sable de hielo y continuó su travesía de la que, poco a poco, entre más se adentraba en la isla, más se daba cuenta que había sido un error haber llegado ahí.

Observó abominaciones inimaginables, distinguió algo saltando de una copa a otra. Y se dio cuenta que era un mono completamente calvos, que en la parte trasera de la cabeza llevaba el rostro de un anciano, un semblante atrofiado y mal formado.

Al darse cuenta de eso paró en seco. Amusgó sus ojos para ver más detenidamente estos rostros humanos. Y se dio cuenta que abrían y cerraban los ojos y la boca de repente, luego volvía a cerrar su boca y ojos, con espasmos, como si trataran de gritar, mas no salía ningún sonido de sus bocas.

Y ya cuando se alejó bastante de la costa como para llegar a una arboleda, vio como una criatura, como si fuera una araña gigante caminaba por un claro, solo que no era una araña, sino la cabeza de una cabra pegada a ocho patas alargadas de tarántula.

Lo más triste de eso era que Aren tenía mucha hambre, se planteó la idea de matar a la criatura y comérsela, pero ese pensamiento desapareció tan rápido como vino en cuanto vio cómo el ser daba balidos desesperantes. Su estómago se encogió, junto con su apetito.

A lo lejos, Aren, logró divisar una estela. No era la niebla, sino, humo subiendo al cielo. En cuanto vio eso, fue corriendo para encontrar qué o quiénes eran los que estaban provocando ese humo, quizá los supervivientes del incidente del barco habían hecho un campamento. Soldados juramentados de su padre, el capitán Roger, incluso podría estar Brina, o aún mejor, todos ellos juntos.

Siguió el humo como pudo. Se desplazó entre la niebla y la vegetación. Apartó de su camino un arbusto para encontrarse con el claro del que provenía la fogata.

Cuál fue su sorpresa al ver a su prima, Brina, pero no estaba sola. Una niña la acompañaba. Ambas estaban de espaldas viendo a la fogata, sentadas en un gran tocón. Aparentemente no se dieron cuenta de la presencia de Aren.

La chiquilla parecía tener diez u once años de edad, vestía con un vestido de harapos color blanco. Aren no recordaba haberla visto en ninguno de los barcos.

Aren se mantuvo de pie, en silencio, hasta que escuchó un terrible bramido en lo alto. Alzó su vista. El vestigio de neblina que se abría en dos, rebelando la silueta de un dragón con un cordero entre sus fauces.

El dragón aterrizó en el claro, justo frente a ellos.

Aren atisbó que Brina tenía la lanza del Bordemundo a su lado, escondida entre el montón de hojarascas. Sin pensarlo, corrió hacia ella y gritó:

—¡Brina asesina al dragón!

Brina se levantó, sorprendida por la presencia de su primo y tomó la lanza.

En ese instante el dragón cayó desplomado al piso, Aren pensó que su prima le había enterrado la lanza en el corazón, pero cuál fue su sorpresa cuando Brina se dio la vuelta, derribando a Aren. Mientras ponía la punta de su navaja en la garganta de Aren.

El dragón nada más se había desmayado. Y Brina estaba lista para matarlo... 

Los príncipes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora