En la isla Draken Pendraco, el corazón del continente, se levantaba un castillo lúgubre y monstruoso que se expandía por toda la isla, deformado por los muchos siglos de construcción.
Era quizá el castillo más emblemático de todo Ag'drag, por muchas cosas, pero lo que captaba la atención era su torre de homenaje, la más alta e imponente de todas, ya que se postraban los espantosos restos óseos enroscados de lo que fue el último rey dragón, con su característica corona de espadas clavada en su cráneo. Los sables era un testimonio de los miles de intentos de asesinato que tuvo el viejo rey dragón.
En la punta de esta torre, adornada con ese trofeo, un rey hacía resonar los ecos de ese lugar con su voz de barítono, pareciendo el estruendo de un trueno entre las nubes que anunciaban la tormenta.
Los sirvientes evitaban pasearse por el pasillo que llevaba a la sala del trono, pues sabían que, fuera lo que fuese que estuviera discutiendo con ese viejo mago, no valdría una oreja o la lengua.
—¿Dragones? —exclamó el rey Lyonford.
A pesar de su edad avanzada, Lyonford mantenía una figura erguida y digna. Su porte regio era autoritario, propio de los individuos con puestos importantes o de las personas con un carácter de alta altivez. Sus manos, curtidas por el tiempo y las responsabilidades de su cargo, descansaban sobre los brazos de su trono de dragón con firme determinación.
—Eso me temo, mi rey —dijo el archimago de los archipiélagos del este—. Se divisaron dragones en las Islas Malditas.
El decano de la academia de magos era un hombre de tez muy clara, de ojos almendrados y oscuros, sus brazos, al descubierto, gritaban que era un mago por sus muchas cicatrices de haberse infligido dolor para hacer sus hechizos, su cabello de plata era adornado con pequeñas campanas al final de sus mechones, de orejas puntiagudas y alargadas, pero quizá lo más peculiar en él era su tan particular guante con garra.
El hombre estudiaba con detenimiento el trono del rey, una silla dentro del cráneo de un dragón, con sus fauces abiertas, colmillos y dientes como cuchillos listos para triturar.
El trono habría atemorizando a cualquier individuo, excepto a aquel mago, quien había conocido en vida al dragón que ahora fungía como trono del rey.
Lyonford percibió una calma inusual en su invitado, una serenidad que destacaba de cualquiera otro que se hubiera aventurado en la imponente sala del trono con anterioridad. Siempre, aquellos intrépidos observaban con asombro la majestuosidad del trono construido con huesos de dragón, y el rey se regodeaba en ello, pues veían en él al arquitecto de la destrucción de esas bestias demoníacas. ¿Y quién osaría desafiar a la familia que había aniquilado a esas colosales criaturas? Pero esta vez, en la penumbra de la sala, algo más que la admiración se palpaba en aquel mago.
—¿No será ese dragón que tienen en la Torre de Hechicería? —objetó el rey alzando una ceja y moviendo en el aire una de sus manos, como si quisiera espantar ese mal augurio—. Es el último dragón vivo. Tengo entendido que lo encadenan cada noche, no podrá ser que, de alguna manera, logró liberarse.
―Debo decir, mi señor —dijo el archimago con serenidad—, que el dragón que los pescadores reportaron contaba con un color oscuro, negro, como el carbón. Draconidas es de un color blanco, como la piedra caliza. Además, Draconidas no sale de su torre jamás. Es más bien tímido, prefiere la compañía de los libros que el de las personas.
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Los príncipes rotos
פנטזיהDespués de la larga y sangrienta guerra de sucesión de trecientos años, varios aspirantes luchan por el trono de huesos de dragón, forjado con los restos de los últimos señores de los dragones. Entre ellos se encuentran un aprendiz de mago con ambic...