13. Promesas hermosas

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Teonidar estaba en un bote oscilante en el enorme mar. Notó que sostenía su varita con una mano. Alzó la cabeza y vio el cielo; se percató de que no contaba con sus estrellas, era como una tela negra que se expandía por encima de todo. De pronto, un punto brillante cruzó por encima de él. Teonidar pensó que se trataba de un cometa, pero cuando lo examinó detenidamente, se dio cuenta de que era un ave de fuego. El ave aterrizó en un islote. Teonidar remó hasta llegar a la orilla rocosa, siguiéndola.

Al bajar, empezó a escuchar el sonido desafinado de un violín. Se percató de que el sonido venía de una cueva oscura. Empezaron a caer truenos que iluminaban la oscuridad de la cueva y, en un resplandor, vio a una cabra de espaldas, sentada en una roca dentro de aquel lugar. El ser tenía cuatro espadas clavadas en su espina dorsal. Tocaba un violín de una sola cuerda. El ave de fuego, con una mirada de tristeza, empezó a entrar al sitio. La cabra empezó a girar la cabeza con cada trueno que caía, hasta que, finalmente, la cabra se dio la vuelta por completo y empezó a sonreír. Cayó un último trueno.

Teonidar se cayó de su cama, haciendo que los pétalos de rosas volaran por toda la habitación. El muchacho se despertó, confundido. Se rascó la cabeza y se desperezó estirando sus brazos. Recordó que este era su último día en su hogar, y comenzó a hacer los preparativos para su despedida. Tomó una manzana roja de la cocina, una aguja con hilo negro, un cuchillo y su varita, luego los puso en su mochila.

Al salir, sintió cómo la lluvia mañanera caía, nutriendo las flores que crecían en su cabellera. Tomó un mechón de su cabello. Una flor traslúcida y muy liviana empezaba a brotar, y sonrió complacido al ver que era una flor de huracán.

Trató de no tocarla, pues se deshacía con la facilidad que lo hacen las alas de una mariposa. Aquella era una flor muy rara, pues daba inicio a la época de huracanes. El viento del huracán las arrastraba hasta el continente de Ag' drag, ya que estas flores solo sobrevivían en época de altas lluvias. La olió, tenía el aroma del cambio, al final e inicio de las cosas y al de las montañas donde pronto subirían para buscar refugio.

Fue a la casarbol de Lu, donde las laderas en verdes formaban los ríos. Caminó cuesta arriba hasta llegar a las puertas. Llamó con un delicado golpe. Un Indiflor  con una mueca malhumorada le abrió.

—Buenos días —dijo Teonidar con comedimiento.

—¿Qué es lo que quieres? —respondió el hombre con un tono de obstinación.

—Disculpe mi impertinencia. Busco a su hija.  ―Teonidar le respondió con la reverencia tranquila que emplea el césped al inclinarse cuando pasa el viento. Sabía que a los hombres con un humor propenso al enfado era mejor tratarlos con respeto―. No le quitaré mucho tiempo. Deseo hablar con ella, si usted me lo permite, por supuesto.

—Se fue a practicar la flauta al estanque de Kilga.

El padre de Lu cerró de un portazo sin darle oportunidad a Teonidar de agradecerle. El joven no se mostró molesto en lo absoluto, ya se había acostumbrado a que el padre de su amiga le cerrara la puerta en el rostro.

El estanque con la Estatua de Kilga estaba cerca del hogar de su amiga. Era un lugar algo solitario, ya que nadie adoraba a ese tipo de dioses en el bosque. Encontró la senda hecha con hierbas apisonadas. Pasó del suelo mojado al césped con rocío.

Mientras caminaba por la arboleda, comenzó a escuchar el sonido dulce y agradable de una flauta. Siguió la hilera de notas que dejaba la flauta por el camino. El rastro lo llevó hasta un claro. Encontró a Lu sentada de espaldas en una roca, y frente a ella, un estanque de agua con la estatua de la diosa Kilga.

Los príncipes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora