15. Su mundo

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¡Oh, pastores de nubes, obedezcan!

Levanten muros de vientos y nieblas,

Eleven sus tierras de las tinieblas.

Cerca de su dios siempre permanezcan...

Primer cuarteto del soneto: El llamado de Fonas




Habían descendido a lo más profundo del ojo del huracán. Las aguas frías, lejanas del centro del mundo, amenazaban con detener ese corazón hecho de nubes. Temían que se detuviera, y con ello, también su mundo.

Los vientos arremolinados del vórtice del huracán estaban siendo alimentados con el vapor del agua caliente que acedia del gran océano. Lo llenaban con ese combustible vital que mantenía en funcionamiento aquel enorme y complejo motor de nubes.

Una labor que solo aquellos con el don del vapor podían hacer.

Zynef veía cómo arrojaban al mar del mundo los grandes cristales con unas robustas cadenas, como anclas. El vapor ascendía, como si hirviera en una cacerola,  y era absorbido por el huracán con ayuda de los vahoistas.

—Creo que está listo —dijo uno de los vahoistas—. Lévenlas, dejemos que los cristales absorban la luz del sol.

Subieron los cristales con una polea mientras empujaban una rueca. Cuando ya estaban en la plataforma de piedra, los vahoistas de los cristales se aseguraban que estos descargaran toda la energía que no habían logrado liberar. Luego de eso, era hora de volver.

Las personas subían con la ayuda de sus tablas a vela, aprovechaban los fuertes vientos de la pared del huracán, que los impulsaba en espiral a enormes velocidades hasta dispararlos a lo más alto del huracán.

Esa era la parte favorita de Zynef, tomó su tabla a vela y, con algo de timidez, la expuso al viento. Siempre era aterrador acercar la vela hacia la pared del ojo del huracán, sentir cómo era absorbido por los fuertes vientos. Cerrar los ojos mientras girabas a una velocidad terrible. Pero lo que vería después valdría la pena.

Puso la vela en la pared del huracán y los vientos en espiral lo atraparon.

Siempre se mareaba en ese proceso, se agarraba con fuerza del mástil, hasta que sentía cómo el vórtice lo escupía hacia arriba, y cuando la gravedad lo reclamaba de vuelta, cuando ya no podía subir más, abría los ojos.

Una sonrisa se dibujaba en su semblante pálido cuando el hálito errátil acariciaba todo su cuerpo al descender. Su cabello plateado alborotándose, un cosquilleo en sus piernas y estómago, y la sensación de desvanecerse por la falta de oxígeno.

Pero ahí estaba, una estepa de nubes bañada por los colores del atardecer que se perdían en el horizonte. Algunos pescados voladores revoloteaban. Recorrían el follaje del huracán, saltando de un lugar a otro, buscando algo de comida de lo que el huracán lograba levantar del océano.

El sol reflejaba un rayo de iridiscencia, y mientras descendía, planeando hacia la oquedad del gran huracán, lograba ver las muchas islas arremolinadas en el corazón del mismo.

Los príncipes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora