La hora del gato

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Me gustaba salir y sentarme ahí, afuerita, a tomar mi café (negro, y sin azúcar... Con una pizca de melancolía), era una rutina de esas que no tienen nada rutinario, todas las mañanas son diferentes, algunas eran de pájaros y luz, unas hermosas de lluvia, otras de viento y hojas por el suelo, otras frías, y a veces venía, y a veces no, y cuando no lo hacía, inventaba historias. Él era grande, era blanco con manchas amarillas (no muchas, sólo unas pocas pero grandes... Pero era blanco), cuando llegaba siempre aparecía de pronto, nunca pude ver de dónde lo hacía, le gustaba sorprenderme, aunque no me sorprendiera ni él demostrara que ese era su plan, le gustaba y siempre lo intentaba. Él era algo distinto a los demás, creo que por eso me caía bien, siempre nos gusta aquello con lo que nos identificamos, lo veía y él me veía pero no se acercaba, podía hacerlo, siempre lo hacía, pero esperaba a que yo le dijera; "michi michi" "michi michi", entonces caminaba hacía mí, lento,
despreocupado, como si el tiempo no existiese, como si yo no tuviera que ir a trabajar o como si él supiera que así es como hay que tomárselo (como si la vida ya le hubiera enseñado algo que a mí no). Se paraba frente a mí y lo acariciaba mientras le hablaba con una vocecilla de esas que usan los novios cuando ya han carecido totalmente de razón, pero lo hacía sólo para molestarlo, sé que él odiaba que le hablaran así, entonces, me reía un poco e incluso se me escapaba una pequeña carcajada (él siempre tuvo ese efecto sobre mí, entendía mi sarcasmo), siempre le preguntaba qué tal había estado su noche, porque sé que eso era lo de él y sólo pasaba por un bocadillo antes de ir a dormir, bueno, por un bocadillo, y porque le gustaba la poesía, nunca se iba hasta que no le leía un poema, y a mí me gustaba leerle, sé que él era mucho más profundo que yo y siempre aprendía un poco de él, el último que le leí fue "El cuervo" de Edgar Alan Poe, y de eso ya hace varias lunas. Cuando se iba nunca volteaba hacía atrás, nunca se despedía, ese día, ya casi al perderse dentro de unos arbustos, se detuvo, y volteó, en sus ojos había algo, no fue precisamente una despedida, pero lo supe, porque así es siempre, la eternidad dura muy poco y él lo sabía, le sonreí asintiendo, le repetí más para mí que para él una de las frases de ese poema que le acaba de leer, él, siguió su camino, y yo, el mío.

Musas y DesvaríosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora