Pues ya llevamos dos horas y media de vuelo, es decir, un poco más de la mitad del viaje. Antes me he sobresaltado; estaba durmiendo y de repente mi móvil ha comenzado a sonar. Pablo sigue aquí a mi lado, durmiendo, o al menos eso creo. Me estoy empezando a asustar porque no se inmuta. Creo que comprobaré si tiene pulso. Sí, sí tiene. Le dejaré dormir. Mientras, dejadme que os siga contando. (Qué tontería, si puedo escribir cuando quiera).
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Ya estábamos a comienzos de septiembre y la tristeza en el ambiente iba aumentando por momentos; en poco más de una semana y media, debería partir hacia Suecia, tan lejos de mi mejor amiga. Si hubiera podido esconderme bajo tierra con tal de evitar ese problema, lo hubiera hecho encantada; pero no, allí estaba, intentando afrontar ese problema. ¿Tendría que posponer el viaje para pasar más tiempo con Leire? ¡No! Estaba demasiado confusa; una parte de mí me decía que yo tendría toda la culpa de lo que le sucediese a Leire a partir dl momento en que me fuera, y otra, me decía que luchase por mis sueños, que no estaba haciendo nada malo y que por mucho que Leire fuese mi mejor amiga, mi felicidad seguía estando por encima.
Me estoy empezando a marear y me están entrando nauseas, creo que iré al baño a vomitar y volveré. Con suerte, Pablo seguirá durmiendo y no se dará cuenta de que me he ido. Creo que si me viese volver con la piel pálida, se reiría de mí y me echaría la bronca por no hacerle caso. ¿Por qué todo el mundo tiene que estar siempre en mi contra? Pensar me ha hecho sentirme todavía peor y por poco no llego al baño. He pasado encerrada vomitando cerca de un cuarto de hora. He tenido que ir a por un frasco de colonia para devolver el bueno olor al habitáculo. He sentido unas ganas de llorar tremendas porque me siento vulnerable, desprotegida. Cuando he vuelto, Pablo seguía durmiendo, o, al menos, eso creo yo; no me he fijado mucho porque quería sentarme cuanto antes y esconder la mirada bajo el antifaz para echarme una cabezada y desaparecer un rato del mundo.
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Me acabo de despertar con la voz de una de las azafatas diciendo por el micrófono que en menos de quince minutos aterrizaremos y que vayamos sacando las mascarillas de aterrizaje para ponérnoslas. Creo que intentaré despertar a Pablo, (si no está muerto). No, definitivamente no está muerto. Me ha costado un poco que reaccionara, así que he tenido que gastarle un par de bromas; por lo que entre eso y despertarle, he perdido cinco minutos. Tenemos que ponernos ya las mascarillas si no queremos que nos pase nada. Las cogemos y nos las colocamos tal y como la azafata está diciendo.
En cuanto el avión ha aterrizado, al principio me he sentido un poco aturdida. Pablo al darse cuenta de lo que ocurría, no ha dejado pasar la oportunidad y ha comentado:
-Eso te pasa por estar escribiendo todo el viaje
A lo que yo he respondido con un suspiro y chasqueando los dedos en señal de que me siguiera. Nos adentramos en el aeropuerto. Todavía lo recuerdo; recuerdo las veces que he pisado este suelo: la última vez que lo hice fue el verano de 2013, es decir, hace ya casi cinco años. Me invade una terrible nostalgia, pues cada vez que lo he hecho, he ido acompañada de mis padres. Ahora que no están, no me siento completamente cómoda en ningún sitio. Cogemos un taxi que nos lleva hasta el pueblo en el que vivo. Una vez allí, unas cuantas lágrimas se me escapan de los ojos. Pablo, para intentar tranquilizarme, me susurra lentamente al oído:
-Ey No estés triste; tus padres estarían muy orgullosos de todo lo que estás consiguiendo. A tu hermano le encantaría verte feliz. Él es tu pequeño tesoro, ¿recuerdas?
Y otra vez pienso en lo afortunada que soy de tener a Pablo. Y otra vez empiezo a llorar, sintiéndome todavía más culpable. En realidad, tampoco sé muy bien por qué, pero así me siento. Nos fundimos en un largo y apasionado abrazo que por unos segundos me aísla del frío sobrecogedor que recorre las calles de mi pueblo. Como ya está empezando a anochecer y Pablo no está acostumbrado al gélido clima de Suecia, nos ponemos en busca de la que una vez fue el mejor lugar del mundo. Era la casa familiar del pueblo; en ella residían mis abuelos hasta que murieron. Llegamos y nos paramos frente a ella. La piel de todo el cuerpo se me eriza, recordando todo lo que he vivido dentro de esas cuatro paredes.
-Abre y vuelve a sentir-dijo Pablo, en vista de que me había quedado parada frente a la puerta con las llaves metidas en la cerradura sin girarlas.
-Abriré y volveré a ser yo misma-repetí.
Cuando abrí, otra vez, las lágrimas comenzaron a resbalar por mis mejillas con total libertad, pues yo tampoco hacía nada por frenarlas. La casa estaba tal cual yo recordaba: en la planta baja, la sala de estar y la cocina. Avanzando un poco más, el comedor y un baño en el que todavía seguía escrito en un papel: "pappas kontor", que significa "despacho de papá" con la remarcada caligrafía de papá. Recuerdo el día que lo puso, para que no le quitásemos el único sitio de paz, como solía decir-le voy contando a Pablo mientras voy recorriendo la estancia. Él escucha atentamente y sin interrumpir. La cocina. La cocina en la que solía estar siempre la abuela. Mamá decía que para la abuela la cocina era su segundo amor. En el frigorífico todavía hay colgado un folio en el que se puede leer: "mormor alskar tarta recept" que significa: "receta de la tarta del amor: por la abuela". Era la tarta que siempre hacía en días especiales o cuando venía gente a casa. Subimos las escaleras que conducen al segundo piso. Pablo comenta:
-El ambiente que se respira en esta casa es amor, empatía, cariño... No cabe la menor duda de que siempre os quisisteis. Se respira.
-Te quiero-contesté yo, con los ojos muy rojos y un nudo en la garganta.
Continuamos subiendo hasta que por fin llegamos. Nada más acabar las escaleras, había una especie de pasillo que conducía al resto de habitaciones. La primera, correspondía a mis abuelos; era una habitación bastante amplia, con una cama matrimonial en el centro, y dos mesillas de noche situadas una a cada lado de la cama. Sobre el respaldo de la cama, un collage con fotos que representaban momentos bonitos de nuestra familia.
La siguiente habitación, la de mi hermano. La pared continuaba pintada de azul oscuro con superhéroes de traje rojo volando y nubes blancas. Su cama, pequeña, todavía conservaba las sábanas de caracoles de la última vez que vinimos, hace ya tres años. Me acerqué para tocarlas y nada más hacerlo, sentí el gélido tacto de éstas. Se notaba cómo había ido pasando el tiempo. La cómoda donde solía guardar todos sus tebeos y cosas del colegio, así como el baúl donde muy pocas veces guardaba sus juguetes. Aún recuerdo el último día que los usó; justo un mes antes de que pasase todo. Cómo le gustaba jugar e imaginar mundos en los que todo siempre giraba en torno al amor y la amistad.
La siguiente habitación es la mía. Las paredes son de un color púrpura bastante bonito; del techo cuelgan unas luces de neón que al apagar las luces brillan en distintos colores. El escritorio era de madera blanca y robusta. Tenía un corcho en que habían murales de fotografías de todos los años en ese pueblo y apuntes colgados. La cama, también de madera, consistía en una cama clásica de madera rosa y blanca. Encima de ella, al igual que en la habitación de mis abuelos, un mural de fotos, (esta vez con fotos mías), descansaba sobre el respaldo. Tenía una mesilla de noche de los mismos colores que la cama, con tres cajones y una lámpara que iluminaba una pila de libros que yacían a la espera de que alguien comenzase una aventura a través de sus páginas. Ya ni siquiera recordaba cómo era aquella habitación que siempre me ha ofrecido cobijo. La voz de Pablo, que esperaba pacientemente en la puerta, me distrajo como muchas otras veces de mis pensamientos:
-Cariño, he estado arreglando un poco la cocina y creo que por lo menos el microondas funciona. ¿Y si nos preparamos unas tazas de caldo?
-Está bien, déjame primero que me lave la cara.-contesté, todavía aturdida por el choque entre los pensamientos y la realidad.
Me dirigí al baño. Cuando entré, vinieron a mi mente millones de recuerdos vividos en ese baño. Por ejemplo: cuando toda la familia al completo se reunía para tomar una decisión (sí, éramos un poco raros), o cuando las chicas de la familia nos pasábamos la tarde entera arreglándonos para salir por la noche... En fin; miles de momentos increíbles que habían pasado en una sola habitación. Creo que me he distraído un poco, a juzgar porque creo que hace ya rato que Pablo me está gritando que baje. Sí, acaba de subir al baño preocupado por si me ha pasado algo. Bueno, me despido; ceno y os sigo contando.
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LA LLUVIA EN LOS CRISTALES
HorrorLA LLUVIA EN LOS CRISTALES trata de Tanya, una chica de origen sueco de trece años que viaja junto con sus padres y su hermano menor en el coche familiar. Lo que iba a ser una mudanza tranquila y sin incidentes, se convierte en el día más traumático...