Saga de Subaru: Capítulo 3

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Su cabeza sangraba profusamente a causa de la herida que había recibido días atrás, cuando esas cosas atacaron su aldea, su hogar, y él luchó tratando de defenderla.

El golpe que recibió, o recordaba haber recibido, le provocó una profunda herida que aún permanecía abierta, supurante, dejando entrever a través de la carne el marfileño color del hueso de su cráneo.

El efecto de la herida le había causado que permaneciera en todo momento desorientado y confuso, como si no supiera bien dónde estaba, y los sonidos y visiones frente a él se entremezclaban con la inconsciencia, así como el paso del tiempo. A veces parecía que habían pasado días desde lo sucedido, y a veces, sin embargo, parecía que todo había sucedido hace apenas unas horas.

A veces no recordaba bien que pasaba o donde estaba, solo pensaba en que simplemente ese día fue uno más de otros, un día de trabajo y una noche junto a su bella y buena esposa y sus adorables y lindas hijas.

El hombre recordaba que estaba durmiendo en su hogar, tras una dura jornada de trabajo en el aserradero que había pertenecido a su padre, cuando escuchó los gritos de socorro de sus hijas, lo cual lo arrancó de su sueño e hizo que él y su esposa se levantaran inmediatamente para ir con ellas. Y por puro instinto, cogió su hacha, la cual siempre descansaba a un lado de su lecho para encargarse de cualquiera que osara entrar en su hogar para robarles o asaltarles.

Terrible fue su sorpresa cuando, al entrar en el cuarto que sus dos hijas compartían, vieron a dos extrañas criaturas, con cuernos en sus cabezas y patas de cabra, agarrando a ambas chicas y tratando de llevárselas. Sus hijas, una chica de trece años y su niña de ocho, trataban de zafarse del agarre de esos seres, llorando aterrorizadas, mientras esas criaturas trataban de atarlas para llevárselas, aparentemente accediendo al lugar a través de la ventana.

Con un grito salvaje plagado de ira, recordó lanzarse contra esas criaturas, hacha en mano, y hundir esta en la cabeza de una de esas criaturas, pillada desprevenida mientras amarraba a una de sus hijas. El acero atravesó limpiamente la carne y huesos de aquel ser; siempre fue un hombre alto y fuerte, tras años dedicado a trabajar como leñador, y esa hacha era un objeto de excelente calidad, regalo de su padre.

Muerto aquel ser, se lanzó contra el otro, el cual no se dio cuenta de su presencia, y de un solo tajo lo decapitó, inundando parte de la estancia con un chorro de sangre negra y espesa que olía fatal. Poco le importó que esas criaturas parecieran terribles seres del averno y que jamás hubiera usado esa hacha para cortar algo que no fuera madera o troncos de árboles; sus pequeñas estaban en peligro, y eso era lo único que importaba.

Su esposa corrió hacia sus hijas, abrazándolas mientras estás se aferraban llorando a ellas, mientras él oía más gritos en el exterior, gritos de terror de mujeres y niños y exclamaciones de maldición y dolor de los hombres.

Al asomarse a su aldea, un pequeño asentamiento de leñadores en el que apenas había otras cinco casas a parte de la suya, el hombre vio con aprensión como, bajo la luz de la luna, varias de esas mismas criaturas estaban recorriendo el lugar, asaltando las casas entre gritos guturales, mientras algunos hombres trataban de acabar con ellos, sin éxito,  al tiempo que esas criaturas llevaban entre sus brazos a las mujeres y niñas del lugar, cuyos gritos de terror quedaban ahogados bajo las cuerdas que habían sido atadas alrededor de sus labios.

A partir de aquí, su memoria era difusa, y solo acudía a su mente que ordenó a su mujer e hijas que permanecieran en el interior de su casa, sin salir de allí, mientras él salía al exterior, hacha en mano, a combatir a esos seres demoníacos que estaban atacando su hogar.

Recordaba poco de aquello, o si llegó a matar a algunas de esas criaturas antes de recibir el golpe que lo dejó en ese estado, aunque si recordaba la sensación de la carne cercenada bajo el mango de su hacha; tan solo rememoraba de ese momento, de forma clara, una sola cosa, una sola imagen que se repetía en su mente una y otra vez: La de su mejor amigo, con el que se había criado desde que tenía uso de razón, y sus dos hijos varones, ambos muy amigos de sus hijas, tirados en el suelo, sobre un charco de su propia sangre, y a la esposa y madre de estos, gritando presa de la angustia y el dolor, mientras una de esas cosas se la llevaban.

Las Espadas de la SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora