7."¿Se te olvida que ya estamos muertos?

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La oscuridad podía ser jodidamente adictiva, en ella los defectos pasaban desapercibidos. No existían los matices claros, ni las tonalidades deslumbrantes, solo un color monocromático que resguardaba incertidumbre. Todos deseamos una pizca de oscuridad, porque el negro era tan fuerte que ningún otro tono podría quebrantarlo.

Entonces, ¿era la oscuridad partícipe de nuestros anhelos más profundos?

La vida de Indara Dickinson estaba marcada por el blanco, el color más falso de todos. Sin una gota de imperfección, ni un ápice de desaliño. Su contextura era tan insípida que en ocasiones lo aborrecía.

Por otro lado, Seth no había conocido otro color más que el negro. Su mundo giraba en torno a él, y eso le hacía sentir cómodo. Aunque, después de décadas de existencia donde había saboreado todo tipo de excesos y deseos reprimidos, le carcomía la curiosidad por la sensación de la luz. ¿Sería tan débil como aparentaba? ¿Y por qué el único color que hacía resaltar tanto el negro era precisamente el blanco?

La doctora olfateó una brisa oceánica, el movimiento de las olas le revolvió el estómago. Era un hecho, estaba en un barco. Despertó angustiada, no recordaba cómo había llegado sobre ese colchón de plumas egipcias, el camarote era ridículamente ostentoso.

—Sin duda, tu cuerpo es el complemento perfecto para esa cama. —Una voz ronca la asustó.

—¿Quién carajos eres?

—Y sin duda, tu boca luciría mejor sin palabras tan feas.

—¿Por qué me trajiste aquí? No te tengo miedo.

Seth se acercó, permitiendo que Indara detallara el destello ámbar de su iris. Sus labios eran tan perfectos que era imposible que la biología le favoreciera tanto. Su estatura predicaba deseos infernales. Todo su cuerpo masculino era demoníaco como el ardiente infierno.

—¿Sabe, doctora? Eso precisamente es lo que más me inquieta. No me tiene miedo. Aun sabiendo que está sola conmigo, tan indefensa y bajo mi merced, no- siento- su miedo.

Indara no tenía respuesta para esa conjetura, sencillamente no lo sentía. Es más, le abrumaba la comodidad que sentía con la cercanía de Seth. Era una locura sin razonamiento lógico.

—¿Me harás daño?

Seth se acercó hasta tomarla de su cuello y sacarla del colchón.

—Quiero hacerte daño, quiero probar si realmente esa luz que tienes en los ojos sigue brillando aún después de destruirte.

Indara continuaba sin sentir miedo, ¿sería posible que Seth le proporcionara ese efecto? Él había promulgado su deseo de destruirla. Sin embargo, algo dentro de ella estaba siendo dominado.

—Si quisieras hacerme daño ya lo hubieses hecho.

Él apretó más el agarre hasta inmovilizarla contra la pared.

—Puedo acabar con tu vida en este instante, solo con apretar ese hermoso cuello, dejarías de respirar para siempre.

El aliento de Seth colisionó contra la mejilla de Indara. Ella no quiso apartar su rostro, no sentía miedo, sencillamente no lo haría.

—¿Eso quieres? —Indara irguió sus manos para dejar vía libre—. Hazlo, aprieta más, vamos. Solo un poco de presión y listo. Todo acaba.

Seth la observó desconcertado. ¿Qué clase de mujer era esa?

—No me provoques —gruñó.

—¿O qué?

De acuerdo, eso fue una declaración de guerra para Seth. El modo de actuar de Indara Dickinson no era para nada alarmante, tomando en cuenta que los poderes de Seth aún seguían en su sistema. Lo que sí era cuestionable era el efecto que había caudado en ella. Normalmente, su influencia en otras personas causaba el efecto contrario, pavor, sometimiento, subyugación.

El Depredador de Sallow Hill Donde viven las historias. Descúbrelo ahora