I. Los recuerdos

449 38 76
                                    

Recuerdo: sustantivo derivado del verbo recordar y este, de las formas latinas recordari o recordis. ¿Su significado? Volver a pasar por el corazón.

La explicación dada por el maestro alteró de forma especial e irrevocable a uno de los muchachos. Era una gélida mañana de principios de año, donde los dientes castañeteaban a mayor velocidad que la empleada por las mentes de los amodorrados alumnos en conectar ideas. El escenario del impacto, una pequeña estancia anexa a la ermita de Santa Águeda, donde dos días a la semana el maestro Enobarbo impartía clases a poco más o poco menos de dos docenas de estudiantes. El número oscilaba en función de que los padres los reclamaran para ayudar en las tareas del campo, en época de siembra o cosecha, o con el cuidado de los animales. Aducían que, una vez aprendido el alfabeto y los números, con suerte una lectura y escritura rudimentaria y las cuatro reglas, eran más útiles en casa o trabajando con ellos. Mucho más útiles, a su modo de entender la vida de penurias a la que estaban condenados, que escuchando toda la mañana a un señorito de la capital que recorría la comarca embaucando a las juventudes del lugar con un futuro más allá del valle en forma de conocimientos de ciencia y clásicos de la literatura universal que de nada les iban a servir en su hogar.

Las gentes de aquel pueblo eran tan prácticas y realistas como la definición misma de esas palabras, sin existir espacio en su imaginación para los sueños o las esperanzas de algo distinto. No imaginaban, tan solo vivían día tras día, estación tras estación. «Sobrevivir» sería una forma más adecuada de expresarlo, pero lo cierto era que tenían suficiente con ello. No eran infelices y eso les bastaba.

Pero no a Ignacio Vega. Él se había percatado durante aquella lección de Latín del maestro Enobarbo de que anhelaba más. No se quería conformar con la no infelicidad porque, aun a sus imberbes catorce años recién cumplidos, había conocido lo que era ser feliz desde hacía mucho; Ignacio soñaba y esperaba, alimentado ahora con el fuego de sus recuerdos y la impactante etimología de estos.

Como cabría esperar, no reveló a ninguno de sus compañeros lo que había sentido cuando el maestro expuso aquel significado con tintes más poéticos que meramente lingüísticos. Bastante tenía ya con aguantar sus risitas cuando era llamado a escribir en la pizarra y daba una muestra de su caligrafía de exageradas formas redondeadas. Si suscitaba sus burlas con algo tan trivial, podía imaginarse lo que pasaría si confesaba que se había puesto sensible con algo así y no estaba dispuesto a pasar por eso.

Aquel día, de camino a casa, con las manos heladas buscando cobijo en los bolsillos de un abrigo que se le había quedado pequeño desde el último invierno, Ignacio apartó de su memoria los últimos vestigios de las campanadas que marcaban el fin de las clases por ese día y buceó por sus recuerdos. El primero que era capaz de evocar era su nombre gritado con fuerza por la atronadora voz de su padre o con el timbre de su madre, más agudo —pero en igual medida severo e intimidante; o incluso más, por la escasa frecuencia con la que alzaba el tono—, cuando era descubierto en alguna de sus trastadas.

Ignacio, Ignacio, siempre Ignacio.

Ese era también el nombre de su padre, el de su abuelo y el del padre de este y, si hubiera sentido curiosidad por ojear el registro de bautismos conservado en la ermita, habría encontrado una ristra de Ignacios que se remontaba un par de siglos en la historia de aquel pedazo de tierra bañado por las aguas del río Guador. Del abuelo Ignacio no tenía ningún recuerdo, murió por unas fuertes fiebres cuando él contaba con apenas dos años de vida. Los recuerdos protagonizados por su padre tenían que ver con su regreso de la mina cada noche, el rostro imperturbable tiznado de negro, su escasez de palabras y sus inmensas manos tallando madera con su igualmente inmensa navaja o fabricando morrales y alforjas con esparto para vender en el mercado.

Cuando solo queden recuerdos a carboncillo y ausenciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora