VIII. Las heridas

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Diez años después

Ignacio dibujaba y recordaba. Aunque preferiría mantener la mente en blanco, era imposible que su memoria no se desbordara de momentos pasados cada vez que dibujaba algo. En la mayoría de las ocasiones, se trataba de una simple chispa de luz: el conocimiento de cómo había florecido su vena artística y quién había estado junto a él en aquel entonces. Un instante de pena que enseguida conseguía mantener bajo control. Otras veces, en cambio, sus recuerdos formaban una cascada constante que acompañaba cada trazo, desde la primera línea decidida hasta la rápida rúbrica —cuatro letras alargadas y puntiagudas— en una esquina del papel una vez terminado el dibujo.

En la soledad de aquella tarde de un otoño incipiente, Ignacio comprobó que se encontraba ante uno de esos dibujos que alborotaba sus recuerdos sin reparo alguno. No intentó luchar contra ello; sabía que se trataba de una batalla inútil consigo mismo. Se resignó y procuró que lo que su mente evocaba no interfiriera con los precisos movimientos del carboncillo a la hora de plasmar los detalles de lo que sus ojos captaban en ese momento.

Estaba sentado en uno de los bancos de madera del Jardín Redondo; un nombre que, en multitud de ocasiones, había encontrado de lo más absurdo: la forma de aquel parque era rectangular, muy alargada y separada de las calles adyacentes mediante sinuosas verjas de hierro a lo largo de todo su perímetro. Ignacio suponía que esa incongruente denominación tendría algún sentido, desconocido para él. Podría tratarse del apellido del hombre en cuyo honor existía un busto de piedra en el centro del jardín, junto a la fuente. Sin embargo, pese a aquella incertidumbre, la curiosidad de Ignacio no había sido lo bastante fuerte como para acercarse alguna vez a leer la inscripción de esa escultura. Ni siquiera sabía si fue un escritor, un pintor o incluso un político o un noble. Lo único que tenía claro de ese lugar era que le gustaba porque se asemejaba a un pedazo de bosque en medio de la ciudad. Álamos, magnolios y enormes ficus se elevaban sobre los senderos adoquinados que recorrían el parque de un extremo a otro. Nada que ver con los edificios que rodeaban el jardín y parecían querer arañar el cielo.

—Y ahora a sombrear el campanario… —murmuró para sí mismo.

Lo que estaba dibujando era la fachada de la iglesia que quedaba justo frente a la entrada sur del Jardín Redondo. Los trazos de un frondoso ramaje a medio terminar enmarcaban el edificio de estilo barroco. Parecía una postal e Ignacio esperaba que algún turista quisiera comprarle ese dibujo, si bien sus retratos solían resultar más atractivos que los paisajes. Y lo que estaba recordando mientras dibujaba era otro templo, con una arquitectura mucho más sencilla y humilde: la ermita de Santa Águeda. Esa otra iglesia que tenía delante era tan distinta a la modesta ermita, tan abrumadora en comparación. Su rotunda y recargada presencia era una prueba más para Ignacio de que la silueta de su horizonte había cambiado por completo y en nada se parecía al que conoció los primeros catorce años de su vida.

Ignacio nunca se habría imaginado abandonando su pueblo. Era casi imposible pensar en una verdad más grande que esa. Jamás habría creído que algo así sucedería hasta aquella noche en la que todo lo que le importaba en la vida dejó de estar allí, en Santa Águeda. Entonces supo que no podría seguir viviendo en aquel lugar, que no habría paz para él en la tierra que lo había visto crecer.

Así que se marchó y se limitó a sobrevivir.

Existió en un presente difuso que no era más que un momento imaginario entre el pasado y el futuro. «Qué distinto a lo anterior», pensó Ignacio con un matiz de amargura. Hasta su huida de Santa Águeda, había vivido sus días —sus veranos, los últimos— disfrutando del presente como si nada más existiera porque, en la mente joven, el hoy es lo único que importa. Después, tras lo sucedido en su última noche en el pueblo, esas vivencias alegres, todo su pasado y toda posibilidad de futuro, se habían teñido con una profunda melancolía.

Cuando solo queden recuerdos a carboncillo y ausenciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora