Lo que soñaba se confundía con sus recuerdos y su mente volaba a los últimos días del pasado verano, cuando Santa Águeda se había visto azotada por una de esas tormentas veraniegas que parecen anunciar el fin del mundo por la violencia con la que descargan agua sobre la tierra.
—Es solo un chaparrón, pasará enseguida —había dicho su madre al verlo pegado al cristal contemplando el fuerte aguacero que le impedía ver con claridad la casa vecina.Igno y Ciro habían planeado una excursión en bicicleta hasta el bosquecillo atravesado por el río Guador, a media milla al norte del pueblo. Allí habían pensado cazar ranas y soltarlas luego para ver cuál regresaba primero al agua, delegando en esos resbaladizos anfibios su pasión por las carreras. Pero la sorpresiva lluvia, que apenas amainó cuando el ocaso pintaba el valle de tonos anaranjados, truncó el plan.
La mañana siguiente el cielo amaneció limpísimo y ese azul inmaculado se reflejaba en los charcos que habían quedado por los caminos. Parecían espejos e Igno quiso saltar sobre uno de ellos para hacerlo añicos. Solo porque sí, por ver qué pasaba. Saltó y, al hacerlo, se hundió en el charco y aterrizó en otro lugar. No se dejó turbar por ello, ya que en los sueños existe esa magia de desafiar las leyes de lo posible y sentirlo como algo natural. Se encontraba rodeado de haces de paja, en el cobertizo de Eulalio Villena, al que todos conocían como el viejo Lalo por la imposibilidad de su lengua trabada para pronunciar bien su nombre. A su lado, unos ojos castaños con vetas verdosas aguardaban con diversión el resultado de la última travesura de aquel verano.
—Y ahora a esperar a que Agripina siembre el caos —susurró Ciro, asomado tras el montón de paja donde habían corrido a esconderse.
—¿Agripina?
—Me ha parecido buen nombre para una pava, ¿o le ves más cara de Clotilde? No, no, María Angustias, ¡eso es!
Igno le dio un golpe en el hombro como respuesta y dio su veredicto a la vez que contenía una risa.
—Eres idiota.
Se escuchó entonces un estridente glugluteo seguido de una algarabía de mugidos. Los ladridos de un perro no tardaron en unirse al estruendo. María Angustias, o como fuera que se llamara aquella pavita negra que habían sacado momentos antes del gallinero, había cumplido con su cometido de asustar a las vacas del viejo Lalo y desatar el caos en el corral donde la habían metido.
No había pasado ni un minuto cuando vieron cómo el hombre salía de su casa y se llevaba las manos a la cabeza.
—¡Por Quisto bendito! ¿¡Comallegao la pava ahí!? —exclamó al tiempo que echaba a correr para atrapar al ave que aleteaba entre las espantadas vacas. Curiosamente, no necesitó su inseparable garrota para desplazarse.
Ciro se incorporó satisfecho y alentó a su compinche con un «corre, corre» para abandonar el cobertizo y desaparecer de allí mientras el viejo seguía ocupado tratando de capturar al animal, que se había convertido en una escurridiza rana gigante. Igno salió justo después con tan mala suerte que se resbaló con el barro fresco y cayó en un charco.
—Miércoles —masculló.
Ciro volvió sobre sus pasos para ayudarle a levantarse y fue entonces cuando el viejo Lalo clavó su mirada en ellos desde la distancia que los separaba.
—¡Dedesagraciaos! —les gritó.
La pava, que ahora era rana, docenas de ranas inquietas, se revolvió en sus brazos y saltó a sus espaldas y él tuvo que girarse para seguir persiguiendo a tan imposible presa y esos valiosos momentos bastaron para que los dos chicos echaran a correr de nuevo. Sin necesidad de cruzar palabra, ambos sabían que querían regocijarse un poco más en el resultado de su trastada y el barro decidió por ellos que no fueran demasiado lejos. Resbalaron con el desnivel del terreno y acabaron en la pila de estiércol del viejo e iracundo Lalo.
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Cuando solo queden recuerdos a carboncillo y ausencias
Teen Fiction🥉 Finalista del Oᴘᴇɴ Nᴏᴠᴇʟʟᴀ Cᴏɴᴛᴇsᴛ 2023 Recordar algo significa rescatarlo del olvido y hacer que vuelva a pasar por el corazón. Igno no se acordaba de su primer encuentro con Ciro porque su amistad siempre había estado presente en su...