IV. La abominación

145 25 158
                                    

—Ignacio, hijo, ven a probarte la camisa para esta noche, que quiero ver cómo te queda ahora. 

Ignacio se dirigió a su dormitorio, desde donde su madre lo había llamado. Conocía a la perfección la prenda que iba a encontrar tendida en su cama: una camisa de manga larga de un color tan blanco que destacaba sobre el resto de su ropa, más inclinada a los tonos crudos o pardos. Era la camisa que usaba en apenas cinco ocasiones al año, por los grandes días festivos de Santa Águeda: el día de la patrona del pueblo, a principios del mes de febrero, para Nacimiento y Domingo de Resurrección y en la bienvenida y despedida de la época estival o, en otras palabras, la noche de San Juan y la verbena con las Fiestas de la Rosalba. Esa camisa, junto a los pantalones que menos remiendos tuvieran, era lo mejor de su armario. Todos los habitantes del lugar dividían su vestuario del mismo modo: la ropa de diario, la de faena, alguna indumentaria en mejores condiciones para la misa del domingo y, por último, un conjunto más especial reservado para aquellas celebraciones donde todos lucían sus mejores galas. Él en concreto tenía esa prenda desde niño, fue comprada a sus seis años, o tal vez cinco, y por aquel entonces le quedaba como un saco: tenía que darle varias vueltas a las mangas y meter casi la mitad de la camisa dentro del pantalón; con los años había ido creciendo hasta llenarla e intuía que al fin le sentaría bien del todo, después del último estirón que había dado durante la primavera.

Sin embargo, no era el hecho de sentarle bien o mal el motivo por el que sus pies avanzaban con vacilación hacia su cuarto. La razón era que temía enfrentar a su madre tras lo que había descubierto.

—Ignacio, ¿vienes o no vienes? —volvió a llamar.

—Sí, madre, perdón. Ya estoy. —Entró por la puerta y ahí estaba ella, junto a la cama. La mirada cansada, el rostro algo demacrado. Ignacio sintió que se le empezaba a revolver el estómago al verla así.

Hortensia le tendió la camisa blanca mientras él se desvestía de arriba. En silencio, metió los brazos por las mangas y, tras los primeros botones, su madre terminó de abotonarla, con una ligera impaciencia, hasta arriba del todo. Después se fijó en el largo y en dónde caían las costuras de los hombros, y dictaminó:

—Perfecto. Mira qué apañado vas.

Perfecto no; Ignacio se sentía acalorado y ese último botón provocaba una falta de aire que estaba derivando en náusea.

—Madre…

—Dime, hijo. Y ve quitándote ya la camisa, que no se te arrugue para luego.

Náusea. La que sintió Hortensia esa mañana, cuando apenas amanecía, y por la que terminó vaciando el estómago en la bacinilla que había vuelto a colocar bajo la cama. Ignacio había escuchado esos ruidos colándose entre la bruma que separa el sueño de la vigilia y, tras haber visto la cara de su madre durante el almuerzo, se escabulló hasta la habitación de matrimonio mientras ella despejaba la mesa. Con temor descubrió el contenido de aquella bacinilla que no había sido limpiada todavía y supo que el mal presentimiento que tuvo sobre la ausencia de los paños en la colada era más real de lo que pensó entonces. Necesitó tragar saliva porque las palabras parecían haberse atascado en su garganta.

—¿Va a volver a pasar? —murmuró, con la cabeza gacha.

—¿El qué?

Las miradas de madre e hijo conectaron por un instante y ella entendió a qué se refería por la angustia naciente en sus pupilas. Hortensia llevó su mano hasta el rostro de Ignacio; los delgados y callosos dedos se sintieron fríos contra su mejilla mientras le ofrecía toda la respuesta que obtendría de ella ante un tema que guardaba con enorme pudor para sí misma:

—Tú no tienes que preocuparte por esas cosas. Todo estará bien. —Intentó traer una sonrisa a sus labios para convencer a su hijo de que así sería, pero para él quedó en eso: solo un intento—. ¿Por qué no vas y pasas el rato con Ciro antes de irnos para la fiesta? Olvídate de esto, Ignacio, que hoy es un día para pasarlo bien.

Cuando solo queden recuerdos a carboncillo y ausenciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora