Uno, dos, tres toques de la campana de la ermita. Era domingo y los vecinos de Santa Águeda salían del templo una vez concluidos los servicios religiosos del día. La plaza aún conservaba rastros de la fiesta acontecida en la víspera: los banderines de colores que todavía ondeaban con la brisa y la hoguera reducida a un montón de carbones que tendría que ser retirado en algún momento. Allí esperaban a los lugareños los puestos del mercadillo que se celebraba cada semana en el pueblo. En él se vendían desde retales hasta conejos o pollos vivos, pasando por miel, huevos, queso o embutido, tanto por parte de los mismos habitantes del lugar como de mercaderes de otros puntos de la comarca. El propio Ignacio Vega padre exponía sus creaciones de esparto y madera en este mercadillo a la espera de algún comprador para las mismas. Las ventas no solían ser muchas pero suponían un añadido a su salario en las minas que no podía permitirse despreciar. Mientras tanto, Hortensia compraba víveres en otros puestos antes de regresar cargada a su hogar para preparar la comida.
Ignacio, por su parte, seguía en la cama, a oscuras salvo por el fino haz de luz que se colaba por un resquicio de la ventana. Las motas de polvo que danzaban en aquella veta de luz se mofaban con su alegría de las sombras que atenazaban su paz. Se sentía perdido. No tenía ni idea de cómo tenía que tratar a Ciro después de la tarde anterior. Después del… beso. Durante toda la noche, no había podido olvidar ese momento. Había dado una vuelta tras otra sobre el colchón sin dejar de verse invadido por su recuerdo. Era incapaz de borrar cómo todo se estremeció dentro de él con ese efímero roce de labios. ¿Acaso podía borrarse algo como eso? ¿Podrían ignorar lo que habían hecho y continuar con su amistad como si no hubiera sucedido? O tal vez no había nada que salvar; cabía la posibilidad de que Ciro no quisiera volver a verlo.
Unos golpes en la puerta de la casa interrumpieron ese doloroso pensamiento. Supuso que sería Hortensia, que regresaba antes de lo previsto y, tal vez, había olvidado pedir la llave a su marido. No quiso salir de la cama; su madre sabía bajo qué maceta estaba la llave de repuesto, así que no merecía la pena levantarse. Apenas un par de minutos después, oyó un nuevo golpe, en esta ocasión en la contraventana de su habitación. Si eso no lo sobresaltó lo suficiente, sin duda lo siguiente que escuchó sí provocó que se incorporara como impulsado por un resorte:
—Sé que estás ahí, no te he visto salir antes con tus padres para ir a misa. —Tras unos segundos en silencio, volvió a hablar con un ligero deje de impaciencia—. ¡Joder, Igno, ábreme!
Se bajó de la cama, notó el frío del suelo en las plantas de sus pies descalzos y se quedó paralizado a medio camino de su destino.
—¿Qué es lo que quieres?
—Madre mía, ¿tú qué crees que voy a querer? ¿Pedirte explicaciones porque no has salido a correr con el Ángelus y me ha tocado hacer los ciento y pico metros que hay hasta aquí? —Una carcajada nerviosa acompañó esa pregunta. Igno no recordaba haber escuchado nunca la voz de su amigo tan acelerada, ni con ese matiz angustiado, aunque él mismo también sentía sus pensamientos correr con idéntica velocidad—. Abre la ventana, Igno, por favor, que me siento como si le estuviera hablando a un confesionario y, perdona que te lo diga, pero no te pareces en nada a Don Teófilo. Te sobra pelo y te falta nariz.
Fue el tono de súplica en su voz y su intacto sentido del humor lo que le empujó a hacerle caso. Ciro no podía estar molesto con él si tenía ganas de bromear así, ¿cierto?
Lo que vio frente a él era un reflejo de su propia desazón. Las ojeras que lucía el rostro de su amigo le indicaban con escaso margen de error que había dormido tanto como él mismo la noche anterior: entre poco y nada.
—Hola —dijo Igno.
—Hola —respondió Ciro. El silencio se instaló entre ellos durante los segundos que dedicó a inspirar y soltar el aire en un convulso suspiro—. A ver, nosotros dos hemos hablado hasta de los tropezones de nuestros vómitos cuando hemos estado malos, también podemos hablar de esto. Porque está claro que esto hay que hablarlo. Me niego a pasar todo el verano… así, raros. Hay que hablarlo —repitió por segunda, no, tercera vez—. Solo tenemos que seguir un orden y ya está. Situémonos. Yo estoy nervioso y tú estás nervioso, ¿correcto? —Igno asintió—. Vale, bien. Y estamos nerviosos porque…
ESTÁS LEYENDO
Cuando solo queden recuerdos a carboncillo y ausencias
Teen Fiction🥉 Finalista del Oᴘᴇɴ Nᴏᴠᴇʟʟᴀ Cᴏɴᴛᴇsᴛ 2023 Recordar algo significa rescatarlo del olvido y hacer que vuelva a pasar por el corazón. Igno no se acordaba de su primer encuentro con Ciro porque su amistad siempre había estado presente en su...