VII. Las cenizas

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En Santa Águeda y alrededores, el último fin de semana del mes de agosto era sinónimo de celebración, pues tanto oriundos como forasteros acudían al pueblo para las Fiestas de la Rosalba. Esa verbena era un canto a la vida en un lugar por lo demás estancado en penurias y la necesidad constante de deslomarse trabajando. Existía una tradición en estos festejos que celebraban el final del verano: las parejas de enamorados, sobre todo las que iniciaban su cortejo o aquellas que tenían previsto pasar en breve por el altar, acostumbraban a regalarse una rosa blanca como muestra de sus sentimientos. Esas flores provenían casi siempre de ellos hacia ellas, si bien tampoco era extraño ver a algún que otro hombre con una rosa en la solapa, regalo de su compañera.

Desde que tenía memoria, Ignacio recordaba comentarios de varias vecinas del pueblo chismorreando acerca de algunos de esos tortolitos. Como era de esperar, los corrillos donde se trataba dicha información no mostraban demasiada benevolencia al hablar del tema. Esas conversaciones solían incluir algo similar a «y entonces la hija de Fulano y el hijo de Mengano se metieron en el pajar de Zutano, qué poca vergüenza; fue entonces, está claro, el bebé les ha nacido antes de los nueve meses, las cuentas no fallan». Cada año, los domingos de septiembre y octubre se veían inundados de enlaces matrimoniales en Santa Águeda y de esas uniones nacían, sin excepciones, criaturas prematuras. Bastantes ochomesinos y unos cuantos sietemesinos, aunque todos sin problemas de salud y con un peso sospechosamente sano para un bebé nacido antes de término.

De niño, con la ingenuidad propia de esa tierna edad, Ignacio Vega se explicaba toda esa situación aludiendo al amor: las Fiestas de la Rosalba eran una fecha tan especial que quienes se declaraban ese día no podían esperar a contraer matrimonio y, una vez casados, el fruto de ese amor tampoco era capaz de esperar para llegar al mundo y Dios adelantaba el alumbramiento, para bendecir antes de lo previsto a tan amorosos padres. Siempre le había parecido un hecho de lo más curioso pero, ahora que contaba con una noción lo suficientemente clara de qué debían hacer un hombre y una mujer para procrear, comprendía lo que hacían esas parejas de enamorados cuando se escabullían de la verbena al pajar de tal o cual vecino. Y todo ese embrollo de habladurías y bodas a toda prisa se originaba por algo tan inocuo como una rosa blanca, quién lo diría. Una flor, sin más.

En ese momento, Ignacio esperaba a que su padre regresara a casa para poder ir él a la plaza a disfrutar de la celebración y la compañía de Ciro. Desde la ventana de la austera sala, Ignacio contemplaba la luz anaranjada del atardecer bañando la silueta del campanario de la ermita y los tejados de las viviendas que se aglomeraban en torno a la plaza. Durante el almuerzo, había acordado con su padre que este último iría en primer lugar a la verbena, se tomaría un vino con sus conocidos y regresaría cuando se pusiera el sol. Mientras tanto, Ignacio permanecería en casa con su madre, por si Hortensia llegaba a necesitar algo de él; su padre le sustituiría tras el ocaso para que él pudiera pasar la noche en la plaza, festejando. Reprimió un suspiro pesaroso mientras apoyaba la frente contra el marco de la ventana. Su mente entendía que ese era un día de fiesta, lo sabía porque llevaba puesta su camisa buena, pero su corazón se desgarraba al ser consciente de que había llegado la tan temida despedida.

Todavía tenía pensado decirle adiós a su amigo a la mañana siguiente, justo cuando los Ribera se marcharan de Santa Águeda. Sería el último abrazo de un verano que, por primera vez, había estado repleto de ellos. Aun así, no podía evitar un regusto agridulce al pensar en la verbena de esa noche y saber que pocas horas después Ciro se habría ido. Al cabo de unos minutos más de espera, Ignacio vio la inconfundible figura de su padre caminando en dirección a la casa, así que se recompuso para disimular lo compungido que se sentía. Se dijo a sí mismo que esa noche era para pasar un buen rato, el último; ya tendría mucho tiempo después para estar triste por la ausencia de su amigo. Tras eso, se dirigió al dormitorio de su madre para informarla de que se iba a la verbena.

Cuando solo queden recuerdos a carboncillo y ausenciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora