VI. Lo inevitable

115 19 106
                                    

Dos cosas habían pasado desde aquella tarde en la que Ignacio contempló el sangriento remanente que había quedado a medio camino de ser su hermana menor. Porque, en efecto, a falta de una mejor explicación para tantos embarazos inconclusos, había terminado por creer lo que siempre decía su padre: habría sido una niña, una criatura débil sin el ahínco suficiente para vivir.

La primera cosa era que llevaba días arrastrando la sensación de ser la persona más aborrecible que podía existir. El motivo de ese desprecio dirigido a sí mismo era algo tan absurdo como echar de menos la comida de su madre. Por supuesto que se sentía mal al ver su frágil estado de salud, su piel blanquecina y su mirada perdida en el techo del dormitorio, pero igualmente cierto era que extrañaba entrar a la cocina y quedar envuelto por el apetecible aroma de lo que fuera que Hortensia estuviera cocinando. Las últimas semanas se había alimentado a base de bocadillos —lo único que su padre y él sabían hacer— y el contenido de alguna olla preparada por la señora Gracia de Ribera u otra vecina compadecida por la situación de la familia Vega. Pero ni siquiera esos platos calientes le supieron bien a Ignacio; todo parecía insípido y le amargaba al mismo tiempo.

En ocasiones, cuando se fustigaba por ser tan mal hijo por echar de menos que su madre cocinara para él, se consolaba con que eso no era lo único que le hacía falta en su día a día ahora que Hortensia estaba confinada de nuevo en una cama. Añoraba oírla canturrear mientras se ocupaba de las labores del hogar, así como la forma que tenía de hablar consigo misma a media voz; nunca había visto a otra persona hacer algo así. Ahora que el mutismo era casi lo único que obtenía de su madre, daría cualquier cosa por escucharla hablar sola como antes, aunque entonces fuera algo a lo que apenas prestaba atención.

En ese momento, una calurosa mañana de principios de agosto —según las cabañuelas, el mes de octubre del año siguiente sería excepcionalmente cálido—, Ignacio estaba sentado junto a la cama de su madre, con su cuaderno apoyado en las piernas. Esa era la segunda cosa que había sucedido desde que viera a su madre sangrando: había terminado de comprender que lo que dibujaba estaba ligado sí o sí a sus emociones. Sabía eso porque no había sido capaz de continuar con el dibujo de Ciro en la buhardilla; sus dedos se volvían torpes, el carboncillo resbalaba y tropezaba con el nudo que se le formaba en la garganta. Lo que le pasaba era tan sencillo como doloroso: no podía rescatar ese momento de felicidad cuando estaba inmerso en preocupaciones y desvelos.

Pero esa mañana, tras demasiadas jornadas recluido en el morral, el cuaderno volvía a ver la luz porque Ignacio recuperó los ánimos para dibujar en tan solo una fracción de segundo. Hortensia le había sonreído. Lo hizo cuando fue a darle los buenos días nada más abandonar Ignacio padre el dormitorio para irse a trabajar. No le pareció una sonrisa cansada sino genuina y vio ese gesto como sinónimo de esperanza. Deseó conservarlo de la única manera que era capaz para poder decirle a su madre, cuando todo hubiera pasado, que en ese instante fue cuando supo que todo estaría bien.

Así había empezado el dibujo: bien. Sonrisa serena, mirada cristalina, radiante. De vez en cuando, su madre decía algo, como que sería lo más parecido a una fotografía suya después del retrato de su boda, el que estaba colgado junto a la chimenea, o bromeaba con que era un desperdicio de tiempo dibujarla: la haría fea porque así era, no podía obrar milagros. Había empezado bien pero, en algún punto, el dibujo se torció: hizo un borrón tras otro mientras el silencio se adueñaba de aquella habitación y ya solo se escuchaba el desesperado roce de los dedos de Ignacio sobre la hoja de papel. Todo estaba mal. Los ojos se veían vacíos, la sonrisa no era más que una mueca y una turbia oscuridad rodeaba la figura de luz que había sido su cuerpo. Ignacio miró a su madre. Tenía la frente cubierta de sudor y su gesto reflejaba la incomodidad que devoraba sus entrañas. Volvía a encontrarse mal, ninguno de los remedios recomendados por el boticario tenía efecto y eso lo desesperaba. Apretó el carboncillo sin apenas ser consciente; sus nudillos se pusieron blancos al tiempo que la página se volvía más negra con la impotencia contenida en sus trazos.

Cuando solo queden recuerdos a carboncillo y ausenciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora