—Debo reconocer que me sorprendió tu llegada y que me sentí rara, confundida por primera vez en muchos años a tu lado. Fue momentáneo, pero me sentí ridículamente extraña. Un tanto asediada, como perseguida y no liberada. Quizás en otro momento de nuestra vida, la sensación hubiera sido diferente y me alegraría verte allí buscándome. ¡Tan pendiente de mí, siempre protegiéndome! Pero en aquel momento, siendo sincera, sentí de repente que tu presencia invadía mi espacio, irrespetándolo. Y no me gustó, por supuesto, que dejaras a Mateo en compañía de la nana o de quién sabe quién, tan solo por tus deseos de ir a ver... ¡Cómo me comportaba! —Le reclamo.
Respiro profundo y giro el cuello, para observar a Camilo que resopla con fuerza, logrando levantar con su aliento un oscuro mechón que, desobediente, vuelve a caerle sobre su frente. Para nada me mira y pensativo, mantiene su mentón presionado sobre la angosta boca del envase de su cerveza —usándola como apoyo—, mientras que parece estar asimilando este nuevo y duro golpe.
—Todo ello lo sentí y analicé en segundos. Cuando se escuchaba a mis espaldas, tu tímido saludo y yo volteaba a verte. Utilicé por igual los que se consumieron durante la pesada chanza que te hizo José Ignacio, al saludarte. Y sí, Camilo, me tuve que reír para mantener la fachada de que tú y yo, no éramos más que un par de extraños y recién conocidos. Pero obviamente que, por dentro, todo cambio instantes después, y volví a sentirme tuya, ponerme de tu parte y tan cercana a ti, como no puedes llegar a imaginarte, pues me molestaron sus ínfulas de superioridad y las ganas de burlarse de ti. —Mis palabras causan efecto finalmente, y ahora si se derrumba. Continúa sin mirarme porque agacha la cabeza y se la toma a dos manos, dolorosamente afligido. Seguramente muy desconcertado por mis palabras y ese amargo recuerdo.
—Solo quise pasar a festejar tu ingreso y compartir, como hacías con ellos, tu alegría. — Le escucho hablarme defendiéndose, aunque su voz, por la posición encorvada, hace que sus palabras se encaminen hacia el suelo —débiles y afectadas—, esquivando el ondular de su cadena dorada, saltándose el bamboleo del crucifijo y por supuesto, de la ensartada argolla de matrimonio.
—Ok, te entiendo ahora. En aquel momento no pude verlo de otra manera. ¡Perdóname por haberme sentido así! —Extiendo el brazo y mi mano izquierda, completamente abierta —decorada tan solo con el hilo rojo alrededor de la muñeca—, se asienta sobre sus cabellos a la altura de su nuca; más mis dedos se cierran y se abren varias veces, internándose cariñosamente entre la espesura de su melena, intentando mitigar un poco su agobio.
—Obviamente, me preocupé por la manera en que me miraste al encontrarme con él —sin retirar mi mano, prosigo con mi relato—, pegado a la mitad de mi culo y su torso casi encima de mi espalda. Tendría una discusión contigo al llegar a la casa, eso era seguro. Y sería algo novedoso, pues en nuestra anterior cotidianidad, escasamente te enojabas conmigo. Únicamente cuando yo regañaba a Mateo por algo que había hecho o roto algún juguete nuevo, y tú salías en su defensa, diciéndome que comprendiera que tan solo era un niño y que no exagerara.
—Pero yo no discutí esa noche contigo. —Se escuda más calmado y bebe otro trago. Sin embargo, con el pulgar y el dedo índice de la otra mano, juega a hacer girar sin descanso su mechero, para disipar con aquel juego sus resquemores.
—Y menos mal que no lo hiciste —le respondo reacomodándome en la silla y cruzando de nuevo mis piernas—, pues hubieras sido muy injusto conmigo, ya que como llegaste tarde, no te diste cuenta de que antes de eso, José Ignacio había hecho lo mismo con Elizabeth, pues ella al igual que yo, tampoco había jugado a eso en su vida. Nos estaba explicando, una por una y claro, se aprovechaba de la situación para pegarse más a cada una de nosotras, y a su morbosa manera, hacerse ver de nosotras dos como todo un profesional del billar. Con Diana actuó de forma diferente, ya que ni le prestó atención, pues ella sí que sabía de eso y no lo hacía mal, la verdad. Ella, cuando recién llegamos, desafió a Eduardo a un «chico» de billar y por poco lo vence.
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Infiel por mi culpa. Puta por obligación.
RomanceLa angustia en la que vive Mariana sus noches por la culpa al traicionar a su esposo, -queriendo en un caso y obligada en otros- es la razón de un viaje a una isla en las Antillas para buscar el perdón, después de seis meses de separación, contándo...