Los chicos más grandes del Agroindustrial se encaramaban en los descansos, cuando no había brigadieres o profesores vigilando los techos del primer bloque. Los famosos techos eran inclinados y habían unos balconcitos en los salones del último piso que daban directamente a la pendiente de cemento protegido con plásticos antideslizantes.
Desde hacía varios años Celia había escuchado de los retos que se ponían para subir allá, de las reuniones para capar clase, de los que subían a fumar si fumaban o a confesarse si amaban a alguien. Cuando eran más jóvenes, Celia y su parche se subían allí a jugar Uno y a comer con la vista de las filas interminables de torres y torres residenciales y esos treinta minutos se les pasaban corriendo, ellos salían de la clase, caminaban rápido por el pasillo, callando sus risas, esperando a que el profesor que siempre guardaba el tercer piso que hacía guardia se fuera a comprar su merienda en la cafetería y cuando el puesto quedaba vacío aceleraban y se escabullían al altillo que daba a los techos. La actividad era tan emocionante que el momento favorito de ella al ir al colegio era ese y esa adrenalina era incomparable. La única vez que los cogieron en flagrancia había sido hacía dos años cuando un chico de la clase, uno lambón, les había soplado a los profesores y por eso los llevaron a todos después del descanso a la oficina de Héctor, el coordinador de convivencia, un tipo amable que tenía como pinta de ser apicultor. Celia no sabía cómo se veía un apicultor pero es que el hombre tenía la cara, a lo mejor sus estudiantes rebeldes eran sus abejas, quién sabe. Él simplemente les hizo una anotación con un sermón más simple de lo esperado y pidió que no se repitiera con un tono firme, que a la próxima habría multa, sanciones, trabajo social, dijo, pero nunca hubo nada de eso. Y eso que Celia esperaba un castigo peor a la destitución siendo una brigadier.
Lo que sí fue horrible fue que se enteró todo el salón y los pusieron a hacer carteleras y exposiciones sobre obedecer, pero bueno. Valió la pena. Seguía valiendo la pena.
Siempre Rodri era el que subía de un salto, anclaba sus pies como postes y las ayudaba a acomodarse, después de tantas veces Celia aprendió y pudo por fin extender las piernas sin temor a resbalarse, solo fue cuestión de práctica como en todo y con el tiempo le dio la sensación de poder absoluto el estar allí arriba. Quizás si el dios existía podría tener una vista así desde el paraíso, viendo manchitas corriendo, jugando Uno con los ángeles y los arcángeles, quedándose medio dormido por el cansancio, rozando tímidamente su mano con la de otro ser celestial y poniéndose colorado.
Aquel recuerdo de los techos había anidado en su mente y siempre que subía no podía evitar pensar en él y todas las veces que recordaba que subían ahí, en la sensación única del calor del UV del sol, las galletas de leche que siempre llevaba Rodri, unas Muuu que nunca le gustaron y por supuesto, también el aroma a mandarina, porque ella siempre era la que llevaba las mandarinas, como Doris cada semana bajaba a donde los abuelitos siempre le traía para la merienda y siempre se quejaba de que eran verdes, pero no es que por ser verdes no fueran maduras, aunque por fuera se veían ácidas, en realidad eran de esa variedad que siempre se quedaban verdes.
Obviamente ya no era así, aquellos últimos días de su último grado estaban en realidad algo solos, pero eso no estaba tampoco mal, solo era diferente, se decía.
Celia se había sentado allí con el viento, extendiendo los pies y con las nubes correteándole sobre la cabeza, le era difícil ver formas en ellas aunque todos decían que podían ver cosas, en realidad le iba mejor centrarse en esos cielos que cuando veía encontraba inconmesurables, eternos, el sobrecogimiento que le daban despertaba en ella la sensación de algo que ya no recordaba, como un ahogo, como una emoción o quizás un sueño, pero que persistía, era como que siempre que se subía a esos techos y en especial desde que lo hacía sola, le empezaba un deja vú todo raro que le removía las tripas y hasta ese punto de su vida seguía sin entender por qué. Había pensado cómo sería volver a tener el vértigo, sentir cosas, quizá caer. Quizá caer también le daría un deja vú.
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Nada nuevo sobre el mar
Science FictionEn el último día de su vida, Celia Romero intentará encontrar el sentido de vivir o de morir, del pasado olvidado y de un futuro inexistente, mientras la plaga que diezmó al mundo hace casi veinte años empieza a hacer efecto en su mente y cuerpo.