Hacía un calor denso de media tarde, de esos que se metía en los poros, los llenaba de suciedad, cristalizaba el sudor bochornoso en la espalda, humedeciendo la camiseta, era aquel que intensificaba el olor a podrido que tenía el metal caliente. El día definitivamente había empeorado, las nubes se habían congregado para formar la cúpula que auguraba una lluviecita por ahí más tarde.
Habían parado en la vieja estación de ferrocarril, que más que estación se asemejaba más a una pequeña capilla de pueblo, las ferrovías llenas de maleza atravesaban la nave principal, los arcos laterales estaban tan separados que daban una excelente vista al interior vacío y los huecos donde quizás hacía un buen tiempo hubieron vitrales hacían parecer a la estructura de un blanco amarillento sucio una caja toráxica gigante, como el de una criatura prehistórica abandonada en la más remota nada, arrastrada río abajo, sepultada en los sedimentos, fosilizada para la eternidad.
El carro estaba debajo del enorme reloj de manecillas que se había quedado inmóvil en las dos con cinco minutos o un poco más. Czizek miraba indiferente el lugar.
—Bueno, ya conoces las opciones, ahora nos ponemos en el momento de papeleo, a ver, necesito que firmes el contrato de cesión de tus subsidios y retribución del espacio de tu apartamento en la UnRe.
—Ajá.
—¿Quieres recoger algo más de tu apartamento? Puedes dejárselo a otras personas si quieres, un pariente, un amigo.
—No.
—Bien. También aquí, de tu celda universal, supongo entonces que no tendrás un testamento para alguien más.
—¿Qué putas voy a tener? ¿Mis uniformes, o qué será, las maruchan?
—Solo decía.
Celia cerró los ojos, el calor la estaba matando viva, le echaba leña al fuego en su mente, el sudor, el dolor de la piel, sabía el dios que hasta la piel le dolía, así que junto al sueño también, junto a la náusea tan berraca que le daba, todo en general la hacía sentir que podría rascarse y rascarse hasta arrancarse un pedazo de piel, toser y escupir una vértebra. El sol no ayudaba y el ambiente tenso con Czizek menos. En general la sensación de sentirse como un Jenga flojito a punto de desplomarse se había incrementado. Por fin había empezado a experimentar la moridera tan treinta hijueputa que les daba a los inoculados que siempre mencionaba y era un asco.
—¿Agua?
Volvió a abrir los ojos, él estaba abriendo una botella gasificada que le pasó, le agradeció de corazón y pasó el trago. Pero tan pronto pasó el agua la visión se le nubló y le dieron arcadas. Lo escupió.
—Préstame— dijo Czizek mientras le arrebataba el agua de las manos. Para su sorpresa, se la echó sin reparo de un solo movimiento rápido en la cara. Se quedó quieta. Él le chasqueó los dedos justo en frente de sus ojos insistente —Aquí conmigo, por favor, Celia, ya ahorita puedes dormir todo lo que quieras. ¿Dejarás un zip a alguien antes de? Te recuerdo que de ahora en adelante ya no puedes acercarte a ninguna otra persona por el riesgo que representa tu escolopendra.
—¿Qué? No.
—¿Un no porque no hay necesidad o porque no quieres, Celia?— Volvió a mirar sobre el volante con la mirada más errabunda que le había visto.
—Sí, claro, no quiero.
—Eso suena fatal, ¿ni siquiera de algún compañero de tu salón? A pesar de que no te despediste de nadie, a pesar de todo eso ¿nadie? ¿En serio? ¿Qué pasa ahí?— Dijo amargo. —¿no te despedirás ni de tus conocidos? Alguien quizá por ahí en la residencia.
—Nada que te importe.— Tuvo que bajar la mirada por la intensidad de la de él. Él lucía por primera vez realmente enojado y ni siquiera parecía violento. Estaba enojado, solo que con elegancia.
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Nada nuevo sobre el mar
خيال علميEn el último día de su vida, Celia Romero intentará encontrar el sentido de vivir o de morir, del pasado olvidado y de un futuro inexistente, mientras la plaga que diezmó al mundo hace casi veinte años empieza a hacer efecto en su mente y cuerpo.