Capítulo 7

401 27 3
                                    

La luna resplandecía como un enorme faro en el cielo mientras la serenata de los grillos y la suave brisa nocturna creaban el acompañamiento perfecto para una noche romántica. Era una pena que Anahi no fuera una mujer romántica, pensó Alfonso, mientras buscaba una estrella determinada en el cielo. En cualquier caso, no podía quejarse, puesto que ni él mismo habría imaginado un escenario mejor para iniciar la siguiente fase de su experimento.

—Ah, allí está —se inclinó hacia Anahi y señaló una constelación. Su intención era aprovechar la contemplación de las estrellas para intentar descubrir los motivos por los que su amiga era tan reacia al matrimonio—, la Osa Mayor.

Anahi alzó la cabeza y miró hacia el cielo. Alfonso tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no inclinar la cabeza y acariciar el lóbulo de la oreja que con aquel gesto había puesto al descubierto. Pero a pesar de que aquel experimento podía terminar con su paciencia y, sin duda alguna, incrementar considerablemente su nivel de frustración sexual, había tomado una decisión inquebrantable: nada de sexo. Aquella idea podía matarlo, pero no iba a volver a hacer el amor con Anahi hasta que ella estuviera dispuesta a comprometerse y a casarse.

—A mí a lo que más se me parece es a una cuchara —dijo ella, y se encogió de hombros sin mostrar el menor entusiasmo.

—Algunas tribus de indios norteamericanos, los iraqueses, creo, la llaman el Gran Oso. Es la tercera constelación más grande de este sistema.

—Muy interesante, Alfonso.

Pero no parecía en absoluto interesada, sino aburrida. Alfonso, sin embargo, habría jurado que a todas las mujeres les parecía romántico que les hablaran de las cosmologías de otros pueblos.

—Los antiguos creían que era una ninfa griega, Calisto.

—¿Quién?

—Calisto —Alfonso posó la mano en el respaldo del columpio del porche en el que estaban sentados, rozando involuntariamente el cuello de Anahi—. En la mitología griega, ella era la hija de un rey y fue elegida como una compañera de Artemisa.

—¿Artemisa no era la hermana de Apolo? —había vuelto a mirarlo y sus ojos verdes estaban cargados de preguntas, pero no como la que acababa de formular.

Oh, no. Lo que se estaba preguntando era si iba a terminar de alguna manera lo que aquella tarde habían iniciado.

Alfonso asintió al mismo tiempo que le desabrochaba el pasador con el que se había recogido el pelo.

—Artemisa era la protectora de los nacimientos, los bebés y los animales — susurró mientras acariciaba sus rizos—. Era una diosa que valoraba extremadamente su virginidad. Incluso le pidió a Zeus que le concediera la posibilidad de ser eternamente virgen.

Gracias al destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora