Epílogo

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Cuatro años después.

Anahi se asomó al asiento trasero de la furgoneta y desató el cinturón de la silla de su hijo.

—Oh, David, ¿qué has hecho ahora? —le preguntó a su hijo de tres años. Se agachó a recoger del suelo el cochecito que esa misma tarde le había comprado y lo metió en la bolsa de los pañales—. Cariño, mamá no te compra juguetes nuevos para que los rompas.

—No se ha roto, mamá —contestó David muy serio—. Yo lo arreglo.

—De acuerdo, tu lo arreglarás —contestó ella, volviéndose para prestar atención a Danielle, que dormía en su capazo. En ese momento se acercó Alfonso a recibirlos—. David ha destrozado otro juguete —informó a su marido mientras sacaba a la niña del coche—. Esta vez sólo le ha durado diez minutos.

—Yo lo arreglaré —contestó Alfonso, levantando a su hijo en brazos.

Anahi lo miró arqueando escépticamente una ceja. Mucho tiempo después de que David naciera y tras un número considerable de fracasos de Alfonso, habían llegado a la conclusión de que si Anahi no era capaz de solucionar cualquiera de los problemas que surgían en la casa, era mejor llamar a un profesional.

—De acuerdo, lo arreglarás tú —contestó Alfonso con una sonrisa.

Su vida había cambiado mucho en cuatro años, pensaba Anahi horas después, mientras iba a buscar a su marido tras haber conseguido que David y Danielle se durmieran.

Encontró a Alfonso en el porche, mirando por el telescopio que había instalado para enseñarle a David a mirar las estrellas, un tema en el que el niño daba ya muchas muestras de interés.

—Creo que son más bonitas cuando se las mira directamente —comentó Anahi, colocándose detrás de Alfonso y pasándole el brazo por la cintura—. Mirando a través de esa cosa se pierde la magia.

Alfonso se enderezó, se volvió hacia ella y la besó en el cuello.

—La única magia que me interesa es la tuya —susurró con voz ronca.

Anahi suspiró, se separó de él y pasó inquieta la mano por la barandilla del porche.

—Hablando de magia —comentó—, hoy he visto a Stewart.

Con aquellas palabras conquistó toda su atención, algo que Anahi esperaba, teniendo en cuenta que habían pasado ya seis semanas desde el nacimiento de Danielle.

—¿Y? —preguntó Alfonso esperanzado—. ¿Qué te ha dicho, Any?

—Que podemos hacer el amor —contestó ella en un susurro, vibrando ya de anticipación.

Alfonso corrió hasta ella, rozó sus labios, la abrazó y la miró a los ojos. Todo el amor que anidaba en el corazón de Anahi se reflejaba en sus ojos.

Anahi lo miró sonriente, sabiendo que había hecho bien en confiar en él. Porque a cambio, Alfonso le había dado mucho más que amor, y mucho más que dos preciosos niños que eran la expresión de su amor.

A cambio, Alfonso le había entregado su corazón y la promesa de vivir en la gloria durante el resto de su vida.


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