Aylin Verdriet

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Otro día libre desperdiciado, de pie frente a mi propia tumba. Mis ojos se posan sobre las letras frías y grabadas en la piedra, cada vez más desgastadas, pero aún legibles: Aylin Verdriet, 26/10/2000 - 29/08/2020.

"Dicen que debería olvidar mi pasado, dejarlo atrás como una pesada sombra que ya no tiene por qué seguirme," pienso. Pero ¿cómo podría? Cada vez que veo esa fecha, cada vez que paso por este rincón del cementerio, me recuerdan quién fui y cómo terminé aquí. El pasado es como un fantasma que me acecha, pegajoso, imposible de sacudir. Estoy aquí, en esta maldita situación, por mi propia culpa. Todo por la inmadurez de esos años, por lo estúpida y ciega que fui. Si pudiera volver, si pudiera siquiera retroceder unos meses, cambiaría cada maldita decisión que me llevó a esto. Pero no. No hay vuelta atrás.

Estoy atada a este infierno sin escapatoria, atrapada entre la vida y la muerte, en una existencia que ya no tiene sentido. Los que somos como yo, los que murieron de maneras parecidas, aquellos que cometieron errores, nos llaman Ignis Custodes. Suena noble, casi heroico, pero no es más que un nombre bonito para disfrazar la verdad: somos perros con correa, guardianes de almas perdidas que jamás volverán. Nos usan para cuidar al rebaño, pero en realidad, solo somos peones en un juego cruel, riéndose a nuestra costa.

Nunca dudé que los ángeles fueran crueles, no cuando estaba viva, y mucho menos ahora que estoy muerta. Lo comprobé. Lo siento en cada día de esta existencia. Lo que otros verían como una oportunidad inmortal, para mí es una condena. Es curioso. Nunca tuve suerte cuando estaba viva, y parece que ni siquiera la muerte me la ha concedido. El viento sopla frío, como siempre, y el sonido de las campanas de la iglesia me saca de mis pensamientos. Hora de volver a la vigilancia.

Camino lentamente hasta mi puesto habitual, sintiendo el peso de la monotonía en cada paso. Allí está la estatua. Inmóvil, vacía, pero frente a ella debo recitar las mismas palabras que he repetido cientos de veces, aunque ya han perdido todo significado para mí. Mi voz suena apagada, como si las palabras se arrastraran fuera de mi garganta.

"Audite denuo vota mea, custodes animarum. Devotio simul redemptio absolutioque erit."

Al terminar, me quedo en silencio, mirando al vacío. No es que esas palabras signifiquen algo para mí. No lo hacen. Solo son una formalidad, parte de esta rutina vacía a la que nos han condenado. Hoy, el grupo de vigilantes nos dirigimos al Lago de Fuego. No porque sea necesario enviar a tanta gente, sino para evitar que alguno de nosotros intente lo impensable: saltar. El Lago de Fuego es la destrucción eterna. Las almas que caen en él jamás regresan, borradas de la existencia. Y aunque suene como el mayor de los castigos, para mí, ese lago es un sueño lejano. El único escape real.

Los demás lo saben. Por eso nos envían en grupo, para vigilarnos mutuamente, para asegurarse de que nadie se arroje al fuego y acabe con su tormento antes de tiempo. Es una ironía amarga: somos guardianes de las almas, pero no tenemos ni siquiera el derecho de destruir las nuestras. No hay descanso. Es una de las muchas características de esta inmortalidad maldita. Solo puedo imaginar una vida normal mientras estoy despierta, pero esos pensamientos son fugaces, difusos, como neblina que se disipa antes de poder tocarla.

Pensar en todo esto me lleva de nuevo a ese año... ese maldito año que lo cambió todo. 2017. El año en que fui una idiota completa. La suma total de todas mis malas decisiones, de todas las estúpidas elecciones que me llevaron aquí. Si pudiera volver atrás, desharía cada una de ellas. Pero no puedo, y esa es la broma más cruel de todas. Solo me queda vivir en esta condena inmortal, reviviendo mentalmente cada error, cada momento en el que podría haber tomado un camino distinto y no lo hice.

El viento sopla con más fuerza mientras nos acercamos al Lago de Fuego. Puedo sentir el calor antes de verlo. Las llamas crepitan desde la distancia, siempre hambrientas, siempre esperando. El suelo tiembla bajo mis pies descalzos. Las demás almas que están conmigo parecen tan vacías como yo, sus ojos apagados, sin brillo. Nadie habla. ¿Para qué? No hay nada que decir. Solo hay vigilancia, y después, más de lo mismo. Todos intentamos no mirar demasiado fijamente al lago, por miedo a que esa oscura tentación nos consuma.

Mientras observo el lago, dejo que mis pensamientos vuelvan una vez más a ese año. El inicio de todo. Intento recordar cada detalle, cada mala elección. Es difícil enfrentarse a los recuerdos. Quizá sea porque, en el fondo, sé que no puedo cambiarlos. Pero al menos, revivirlos es lo único que me mantiene sintiéndome algo... humana.

Por ahora, toca volver al puesto, hacer la vigilancia. Pero tarde o temprano, sé que estaré de nuevo frente a mi tumba, mirando esas letras frías. Aylin Verdriet. Y me preguntaré, como siempre, si algún día encontraré la manera de escapar.

Cementerio para una mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora