Aylin estaba acostada en su cama, mirando fijamente el techo de la habitación. El sol de mediodía se filtraba a través de las cortinas, llenando el cuarto de un suave resplandor dorado. Había pasado horas así, organizando sus pensamientos, tratando de encontrar una paz que parecía escurrirse de entre sus dedos. La guerra, las responsabilidades, y las heridas del pasado siempre estaban ahí, como sombras en su mente.
Pero aquel día se sentía extrañamente tranquila. Como si el peso que llevaba encima se hubiera vuelto, al menos por un rato, un poco más ligero.
De repente, escuchó un suave toque en la puerta.
-Aylin, ¿estás ahí? -la voz familiar y llena de energía de Eira resonó al otro lado.
Antes de que pudiera responder, Eira entró al cuarto y la miró con una mezcla de preocupación y alivio.
-¡Estaba preocupada! No te vi en toda la mañana y pensé que te había pasado algo -dijo, lanzándose sobre la cama junto a Aylin sin esperar invitación.
Aylin sonrió con una mezcla de sorpresa y cariño. Eira siempre había sido así, una tormenta de energía y calidez, una luz en los días más oscuros.
-Estoy bien -respondió Aylin, tratando de sonreír. Pero su tono traicionaba el cansancio en su voz.
Eira la miró con intensidad, captando de inmediato el peso de su mirada perdida. Sin decir una palabra, se tumbó a su lado y extendió una mano, entrelazando sus dedos con los de Aylin en un gesto de cercanía y apoyo. Había algo reconfortante en ese contacto, como si el simple acto de sostener su mano la anclara en el presente.
-¿Sabes? -dijo Eira con una sonrisa suave-. Siempre te he visto como alguien fuerte, incluso cuando éramos pequeñas. No sé si alguna vez te conté cómo eso me inspiró.
Aylin la miró, sorprendida por la sinceridad en sus palabras. Habían compartido tanto a lo largo de los años, pero nunca habían hablado en profundidad sobre esos primeros días de su amistad. Sus recuerdos las llevaron a un tiempo en que la vida era mucho más sencilla, a un día en particular que había quedado grabado en sus corazones.
Eira comenzó a recordar en voz alta una de sus primeras memorias con Aylin, cuando ambas eran apenas unas niñas y Eira había ido con su familia al pueblo de Liraeda. Allí, en medio de un campo bordeado de lirios silvestres, se había escapado de la vista de sus padres, persiguiendo un pájaro carpintero que revoloteaba cerca del río.
-No sé en qué estaba pensando, persiguiendo a ese pájaro -rió Eira-. Creo que quería tocarlo, o ver qué hacía. Pero terminé resbalando en el barro y cayendo al río. No había nadie cerca, y el agua estaba más fría de lo que imaginaba. Recuerdo el pánico que sentí al no poder subir por la orilla resbaladiza. Pero de repente, allí estabas tú.
Aylin recordó aquel día. Había visto a una niña desconocida atrapada en el barro, llorando, y sin pensarlo dos veces, le había ofrecido su mano. Aquel simple gesto había sido el comienzo de algo mucho más grande.
-Me acuerdo perfectamente -dijo Aylin, sonriendo con nostalgia-. Cuando me dijiste dónde vivías, casi me da un infarto. ¡Eras de la casa del general! Y yo, una niña de un pueblito pequeño... pensé que me iban a castigar solo por haberte tocado.
Eira soltó una carcajada.
-¿Por eso me estabas limpiando las mangas del vestido? Pensé que estabas siendo amable, pero ahora que lo dices, tenía sentido. Parecía que tenías más miedo tú que yo, y eso que acababas de salvarme.
Aylin también rió, recordando cómo había intentado arreglar la apariencia de Eira, limpiando el barro de su vestido y asegurándose de que nadie pensara que ella era la culpable. Aun así, no le soltó la mano en ningún momento. Había algo en aquella conexión, algo que iba más allá de los miedos y las diferencias de clase.
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Cementerio para una mariposa
FantasíaQue mis alas se despegen de esta podredrumbre llamada mortalidad