El frío vacío de la eternidad pesa sobre mis hombros mientras camino por los oscuros corredores del Señorío. No hay vida en este lugar, sólo el eco distante de pasos arrastrándose por el suelo de mármol ennegrecido, como si el mismo aire estuviera enfermo. A cada paso, siento la presión de las miradas de aquellos que, como yo, han sido condenados a una existencia sin sentido. Estamos aquí, eternamente, cumpliendo órdenes sin propósito real, sólo porque a alguien o algo más le beneficia nuestra miseria.
El Salón Central se alza ante mí, un espacio vasto y lleno de sombras. El fuego que arde en las antorchas no ilumina, sólo proyecta más oscuridad. Allí está él, el Potestas. Su silueta es alta y esbelta, su cuerpo envuelto en una túnica de fuego, un fuego que nunca arde, pero que parece tener vida propia. Su rostro es una máscara impasible, carente de cualquier emoción que no sea la fría indiferencia que tan bien manejan los de su tipo. Pero en el fondo, sé que disfrutan esto. Disfrutan nuestra condena.
—Aylin Verdriet —su voz se despliega en el aire, gélida y cortante, resonando con un eco casi antinatural—. Hoy te toca vigilar el Círculo del Abismo. La última vez, permitiste que un alma escapara. No volverá a suceder, ¿verdad?
El Círculo del Abismo... uno de los lugares más cercanos al Lago de Fuego. Un lugar que susurra promesas de liberación, aunque sólo ofrezca la destrucción eterna. Todavía puedo sentir en mi piel la abrasadora tentación de lanzarme al abismo, de rendirme por completo y dejar que las llamas consuman lo que queda de mí. Pero sé que no puedo. No hay escape. No para mí.
—No, señor —respondo en un tono apenas audible, mi mirada fija en el suelo. No me atrevo a desafiarlo.
El Potestas sonríe, pero no es una sonrisa que denote felicidad o compasión. Es una sonrisa afilada, cruel. Su rostro inhumano apenas se distorsiona, pero puedo ver el deleite oculto en sus ojos. Para ellos, somos marionetas. Juegan con nuestras miserias, y se alimentan de cada uno de nuestros fracasos.
—El Señor del Dominio no tolera errores. Si vuelves a fallar, te aseguro que serás relegada con los Exiliados. —Su voz es un susurro bajo, cargado de advertencias. Pero sé que, en el fondo, espera que caiga. Anhelan vernos fallar, como si nuestra desesperación alimentara el fuego que los rodea.
Asiento en silencio y me giro para unirme al grupo. Otros Ignis Custodes ya están alineados, esperando sus órdenes. Algunos me miran con una mezcla de lástima y desdén; otros, con la fría indiferencia de quienes han perdido toda esperanza. Aquí no hay compasión, ni camaradería. Solo existe el deber y la resignación.
El Potestas sigue observándonos, como un verdugo que espera el menor indicio de debilidad para caer sobre nosotros con su martillo de condena.
—Recuerden, Custodes —proclama con un tono teatral—, este mundo está construido sobre el orden. Somos los guardianes de ese orden. El caos es nuestra mayor amenaza, y ustedes, criaturas insignificantes, tienen la sagrada responsabilidad de mantenerlo. No fallarán. —Hace una pausa, su mirada pasando sobre cada uno de nosotros—. No sobrevivirán si lo hacen.
Su sermón termina, y lentamente comenzamos a dispersarnos. El Círculo del Abismo me espera.
Mientras camino por los caminos de piedra negra que llevan al Círculo del Abismo, noto que alguien me sigue. Su presencia es sutil, pero inconfundible. Las ligeras llamas que iluminan el sendero parecen apagarse ligeramente a su paso, como si el fuego mismo reconociera su poder. Es Bassiel.
Bassiel es un ángel de fuego, y mi percepción de él ha cambiado con el tiempo. En contraste con la imagen fría y distante de los Potestas, Bassiel tiene una presencia que resulta inusualmente cálida. Es alto y esbelto, con una estatura que resalta entre los demás. Su cabello, un blanco plateado que parece moverse con la luz, cae en mechones que imitan el flujo de las llamas. Sus ojos, de un dorado intenso, parecen reflejar la profundidad de su sabiduría y la tristeza acumulada a lo largo de los siglos.
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Cementerio para una mariposa
FantasyQue mis alas se despegen de esta podredrumbre llamada mortalidad