• Decepción •

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Todo lo que ese hombre me dijo se había quedado dando vueltas en mi cabeza. Ya ni siquiera podía mirar mi anillo sin recordar ese momento. 

Había algo que debía descubrir por mi cuenta. Jamás me había considerado una mujer desconfiada, al nivel de atreverme a poner el ojo al pillo que, en este caso, era mi marido. 

Siempre quise confiar en él sobre todas las cosas, por más dura o difícil que fuera la situación, pero ese hombre sembró muchas dudas e inquietudes en mi cabeza y ya eran insostenibles. 

Las primeras semanas comencé a seguir a mi esposo, pero no había nada que me alertara de que algo estuviera ocurriendo. Lo único que noté en las noches es que su teléfono lo mantenía apagado y, aunque lo encendí varias veces, este estaba bloqueado y no tenía forma de tener acceso a el. 

Años atrás no lo tenía bloqueado, por lo que, evidentemente, algo debía ocultar como para haber tomado la decisión de hacerlo. 

Llevaba sobre mis hombros la carga y responsabilidad del trabajo, de hacer absolutamente todo lo que ese hombre me pidiera y ahora debía incluir a mi esposo en ella. 

Quise hacer todo en silencio, ni siquiera le había comentado nada de todo lo que he llegado a hacer con tal de descubrir lo que oculta mi esposo. Nada más para mí es algo humillante y vergonzoso, pero sin pruebas, no puedo enfrentarlo, porque obviamente lo negará. 

Fue un descuido de una noche que vi su camión llegar a la estación de la fábrica dos horas antes de lo habitual. Era lo que hacía de costumbre, llegar, firmar e irse en su auto, supuestamente a casa, pero hoy se había desviado del camino. 

Lo seguí a una distancia prudente, en busca de no llamar su atención o levantar sospechas. Entró en una bocacalle, llena de casas, en la cual se detuvo en la octava. Era una casa de solo una planta. Parecía un barrio común y corriente. Ya había un auto estacionado frente al garaje. 

Apreté el volante, mis manos comenzaron a sudar y a temblar. Estaba rezando de que fuera un amigo, un compañero o algo más, que no fuese una mujer. 

Una hermosa, joven y embarazada mujer salió casi disparada, cuando aún ni se había bajado del auto. Mi corazón se hizo trizas al ver ese recibimiento que le dieron en plena acera a mi esposo. Él ni siquiera llevaba el anillo en su mano. 

Verlos me trajo tantos recuerdos de lo que éramos antes, cuando supuestamente me amaba y yo lo recibía con los brazos abiertos como una tonta. 

Un enorme nudo se formó en mi garganta, mientras lágrimas traicioneras brotaban de mis ojos. 

Al final, ese demonio tenía razón…

Pude haberme bajado y atraparlo con las manos en la masa, pero no me sentía de ánimos para una escena de celos. Porque es así cómo iba a verme, como una mujer resentida. No voy a hacer el ridículo, si soy yo quien, evidentemente, sobra aquí. Si ya me aplastó lo suficiente, no pienso demostrarle que logró su cometido de hacerlo una vez más. 

[...]

¿Cómo tiene la osadía y el descaro de regresar a casa como si nada, darse un baño y recostarse a mi lado? Para el colmo vino con el anillo puesto. 

Mi teléfono vibró y sentí que fue como mi salvación, porque no quería estar un segundo más al lado de ese infeliz. 

Salí de la habitación a responderle la llamada a Kyllian. 

—Ven a mi apartamento. 

¿A su apartamento? Nunca he visitado su apartamento.  

—¿A tu apartamento? ¿Has visto la hora que es?

—Tienes veinte minutos para llegar. Te enviaré la dirección por mensaje— colgó la llamada y suspiré. 

Mi marido aún no puede estar dormido, pero no me importa. 

Me di un ligero baño y encendí la luz de la habitación para cambiarme de ropa y maquillarme. Hace unos días fui a una tienda de lencerías con Kyllian y me compró varias. Las había estado ocultando, pero ya que mi esposo hace de las suyas, ¿por qué cohibirme? 

Soltó un sonido de molestia al haberle encendido la luz, en ese momento simplemente lo ignoré y aproveché para ponerme la lencería de color vino que eligió Kyllian para mí. 

Vi su expresión de sorpresa a través del espejo y sonreí internamente. 

—¿A dónde vas a esta hora? 

—No te preocupes, sigue durmiendo. Ya mismo apago la luz. 

—Acabo de hacerte una pregunta. ¿A dónde vas a esta hora y por qué estás vestida así?

—Ni modo que salga desnuda a la calle. Tus ronquidos me molestan, así que iré a dar un paseo. 

—¿A las 3 de la mañana? 

—Sí. 

—Me ves cara de imbécil, ¿o qué? ¿Con quién vas a verte?

—Soy una mujer gorda, vieja y fea, nadie podría fijarse en mí. ¿No es eso lo que me dices a cada rato? 

—No pruebes mi paciencia, Rachel. 

—Dime una cosa, mi amor—pinté mis labios, esparciéndolos en ambos—. Si ese fuera el caso, y voy a encontrarme con otro hombre ahora, ¿estás tú en posición de reprocharme algo? 

Hizo silencio, como si mi pregunta lo hubiera puesto en sobre aviso de que lo sabía todo. 

—Eso pensé—tomé mi bolso—. Duerme. Debes estar muy cansado— apagué la luz de la habitación y cerré la puerta, sintiendo una enorme satisfacción en mis adentros. 

El acuerdo (Tercer Libro: PRELUDIO) [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora